Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

martes, 11 de marzo de 2008

Cuernos

Desde que mis recuerdos alcanzan, les he tenido miedo físico a los animales provistos de esas defensas. Y no es que en el pueblo hubiera ganado vacuno, excepto una vaca lechera estabulada, pero nos transmitíamos de unos a otros ese miedo que, a veces, se convertía en pánico.

Así, una vez, en no sé que pueblo del Jiloca, se habían escapado unos toros. Pues a pesar de no existir medios de comunicación como ahora, mi madre se enteró. Y cada vez que salíamos al campo, creo era el tiempo de los azafranes, veía toros por todas partes. Exagerao, ya lo sé. Pero sí temía verlos en cualquier momento, que casi era lo mismo. Y esto, me llegaba.

Existía una cabaña de unas 500 cabras. Con sus boques. Estos, al ser de todos, no eran de nadie. Y a pesar de que no atacaran o toparan casi nunca, aunque podían hacerlo y lo hicieran con la abuela de mi amigo Pedro Manuel, los críos les temíamos. Si por un casual nos los encontrábamos al doblar cualquier esquina, salíamos de estampida o nos subíamos a la pared más cercana o buscábamos cualquier refugio en el que güarecernos.

Mención aparte merece un mardano que tenía mi tío Pedro. Aquel llevaba sangre de toro en las venas. Era temible.

Un día, nos hallábamos en el poyo de la puerta del horno, lugar de reunión oficial para juegos y lo que se terciara. Seguramente pasaba mi tío por allí con el ganado y Joaquín, que también tenía sangre torera, le citó al más inconsciente y audaz estilo suicida y a pelo. ¡Eh! ¡eh!. El bicho, se arrancó calle abajo a toda pastilla hacia él. La cuadrilla, apoyando, al alto del poyo o de la pared que hay al lado. Como en los dibujos animados, bajó soplando y se lo llevó por delante dándole un tozolón digno del mejor vídeo.

No le hizo heridas, pues cuernos no tenía, pero el trompazo recibido sirvió para acrecentar la fama del animal, que nosotros jamás lo volviéramos a intentar y a él, para desistir de sus sueños toreros.