Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.
domingo, 9 de noviembre de 2008
GORRIONES
Son los pájaros inseparables de todo lugar donde el ser humano habite. Son, sin duda, el recuerdo más primitivo que, de ser posible, emitiría mi memoria auditiva y visual (las personas aparte).
En mi adolescencia, los gurriatos formaban parte de la geografía cotidiana de los zagales. Siempre presentes, inaccesibles e inalcanzables, maquinábamos la forma de echarles el guante de la manera que fuera: simples pedradas -inútiles siempre-, cepos -a veces se cogía alguno pues son muy desconfiados-, cazar los nidos cuando las crías estaban a punto de abandonarlos y como no, el tirador o tirachinas. Me recuerdo en todas y cada una de las facetas de depredador.
Con los cepos, la época más idónea eran las nevadas en el corral. Una vez cogí dos gurriatas a la vez en un cepo. No me atreví a matarlas y las solté.
El tirador, era nuestra nuestra compañía y divertimento veraniego. Las crías de gorrión, se quedaban en los árboles piando. Desde el suelo, lanzábamos la piedrecilla convertida en proyectil y alguna vez acertábamos.
Años más tarde, en los días invernales, recuerdo a los árboles desnudos en la fachada de la Facultad de Medicina. Por la noche, rememorando las aventuras juveniles, me hacian sentir fascinado los cientos de gorriones convertidos en bolas de algodón que, pasando la noche en sus ramas, decoraban como bombillas su desnudez. Solo les faltaba la luz.
Esta mañana, al ver unos cuantos en un paraje que poco tiene que ofrecer en alimentos, me ha impulsado a escribir este post. Sin duda, son unos supervivientes.
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