La primera vez que conocí Peñíscola, fue para la inaguración del hotel Hostería del Mar.
La llegada en el bus procedente de Benicarló permitía ver desde varios kms. antes la silueta del castillo y el pueblo recortándose sobre el cielo azul del mes de Junio. Donde antes existían marismas y cerros, ahora adosados, apartamentos y bloques de casas. No existía le explotación y sobresaturación turística de hoy. De hecho, el hotel, estaba aislado a un km. del pueblo y solamente había un edificio de apartamentos entre ambos.
Subíamos por las noches al pueblo a dar una vuelta. La carretera, a oscuras. Una noche nos encontramos con los civiles y como ocupábamos toda la calzada, nos quisieron perjudicar. El sr. Romea, debió sacarnos las castañas de fuego.
La piscina del hotel, estuvo a punto de costarme un disgusto. Una noche estábamos bañándonos y perdí pie. ¡Ay joder! ¡¡socorro!! ¡¡que me ahogo!!, los otros, ni puto caso. Al final, no sé si fue porque me hice a la idea de que si no era buceando no salía o porque un colega se tiró, conseguí salvar el pellejo. ¡Menudo susto me llevé!. Ahora, antes de meterme al agua, averiguo la profundidad. No he conseguido aprender a mantenerme a flote. Soy un negao.
En una acequia que pasa por la trasera del hotel, pescábamos anguilas así como en el lago del pueblo; no podía aspirar a más pues era, y sigo siendo, más inofensivo que un sidral.
Me enamoré de Peñíscola. Castillo y sede de mi paisano el Papa Benedicto XIII (creo). El Papa Luna. Otro chanchullo gordo de los muchos que ha protagonizado la Iglesia a lo largo de los siglos.
He vuelto muchas veces; su playa, para mí, es la mejor de las que conozco. Ahora, todos los años voy a menudo. Mi osera, queda cerca. Eso sí, cuando no hay aglomeraciones. El primer domingo de Agosto, hacen unos fuegos artificiales en la playa maravillosos. Me encanta verlos sentado en la arena. Y es que en el fondo, sigo siendo un niño.