Una de las veces que mi madre me encerró en el bodego, en castigo por arrastrar el culo por el hielo, me encontré con el. Al principio del encierro, no veía nada. Estaba más pendiente del ardor de mi culo, y no del hielo, que de cualquier cosa. Pero poco a poco, mis ojos fueron adaptándose a la oscuridad, y un día lo ví asomado al agujero de su ratonera, mirándome con curiosidad.
Quizá si hubiera sido una enorme rata, habría reaccionado de otra manera. Con gritos y pataleos, como cuando me encerré en el establo de la vaca. Pero solo se me ocurrió decir:¡aibá, un ratón!. Una vez que nos hubimos mirado a los ojos y comprobado que no éramos un peligro mútuo, me preguntó: ¿qué haces aquí?. Yo con ojos como platos, la sorpresa y la oscuridad hacían su papel, me respondí: ¡anda, pero si habla el ratón y todo!. Superados esos primeros momentos de desconcierto, fuí yo quien preguntó el motivo de su habilidad habladora. Desde siempre hablamos los ratones el idioma de los habitantes de las casas donde moramos. De oirles a ellos, aprendemos. Y entre nosotros, también nos comunicamos. Lo que pasa es que vosotros, los humanos, tenéis gatos para que nos persigan y estos son enemigos mortales nuestros. Y tampoco habéis intentado nunca dialogar con nosotros, solo ponernos trampas y perseguirnos a escobazos. Y ¿cómo te llamas?, Agapito ¿y tú?, Juanito.
Una vez roto el hielo y puestos a hacer confesiones mutuas, me relató que ellos, los ratones, tenían una red de comunicaciones subterráneas que intercomunicaban todas las casas, por lo que estaban enterados de todos los chismes y secretos que habitualmente sucedían o se planificaban para el futuro. Y no solo eso, tenían correos como nosotros, con la única diferencia de que estos eran hablados. Así, se enteraban de las penurias que en algún lugar se cernían sobre los habitantes y si en otra parte había abundancia, por la noche, para evitar a los depredadores, emigraban. Aunque nunca abandonaban del todo un lugar; siempre quedaba una brigada de "mantenimiento" acorde con la capacidad de mantenimiento de boca necesaria para la patrulla.
Poco a poco me fuí enterando de los líos que había en el pueblo. Lo más interesante eran los de alcoba aunque a mí, en aquel momento, no me decían gran cosa. Así me enteré que la tía Candela y el Honorio el sacristán, se achuchaban de lo lindo en el pajar (sabido es que los ratones eran y son habituales de esos almacenes) y que algún día con tanta paja, acabarían por prenderle fuego. Cosa que ya habían previsto, los roedores, por si tenían que poner pies en polvorosa. Aunque si se entera el tio Nicasio, el que hubiera salido por piernas habría sido el Honorio, y con el trasero lleno de perdigones.
Y también me enteré de muchas cosas más las cuales, unas me callo por pudor y otras quizá las cuente otro día. Pero no puedo dejar de resaltar la envidia que me producía el relato de sus andanzas por la tienda del tío Mininas. ¡Lo que hubiera dado por ser ratón!. Mi madre, al final se mosqueó porque cuando estaba aburrido, voluntariamente me encerraba en el bodego.