Antes de casarme viví durante un par de años en un pequeño piso de alquiler en el centro de mi ciudad. Mi ciudad, por si alguien la desconoce, tiene un centro antiguo, antiquísimo diría, cuyas callejuelas no miden mucho más de dos metros entre edificios. La gran ventaja es que no pueden pasar los coches por ellas. El gran inconveniente, es que además de tragarte las conversaciones del vecino de arriba, del de abajo, del pis del de al lado, o de las toses del otro lado, tienes que añadir a tu larga lista de ruidos jodesueños los de tus vecinos del edificio de enfrente.
Odiaba profundamente aquel lugar, pero no podía permitirme nada mejor. Quizás por ello no guardo especiales recuerdos del saloncito con barra americana lavabo habitación y comedor todo en uno, o los ochenta peldaños sin ascensor que me tenía que tragar cargadita de bolsas al regresar de la compra. Bolsas que, por cierto, nunca logré meter en la nevera que más que una nevera era un minibar de esos de habitación de hotel.
Pero si algo puedo explicar de aquella época fue lo que me sucedió un día, entrada ya la madrugada. No recuerdo bien por qué me desperté. Debían ser la una o las dos de la mañana. Di un par de vueltas en mi cama y viendo que no volvía a conciliar el sueño, me levanté a tomar una copa de vino o a mirar la teledienta, si es que entonces existía.
Todo estaba más o menos en calma. Me senté en el sofá, dispuesta a encender la tele cuando desde un apartamento del edificio de enfrente pude ver claramente a un tío en pelotas estirado en su propio sofá. ¡Coño! Esto no se ve cada día (confieso, de hecho, que nunca más he visto un tío en pelotas en el edificio de enfrente.)
Curiosa, traté de averiguar la edad o el rostro del muchacho, pero me lo impedía el alféizar de la ventana, cuya perspectiva sólo me permitía ver su cuerpo desnudo estirado, como si caprichosamente quisiera mantener su anonimato. Estuve un rato allí sentada, en la oscuridad, esperando a que se levantara.
Pero para mi sorpresa, lo que se le levantó no fue precisamente él. De pronto me encontré en mi cuartucho-piso presenciando una erección.
Debo decir que entonces yo no había visto jamás a un hombre masturbándose. Al menos no a solas. Así que cuando vi que él se llevaba la mano a la polla y empezaba a tocársela, me quedé embobada, petrificada, absorta.
La excitación del chico, hombre, viejo o lo que fuera, hizo el resto. Perfectamente estirado, comenzó a masturbarse al tiempo que yo, aun en estado de shock, me empezaba a sentir perfectamente excitada. Siguió tocándose, cada vez más rápido. A veces paraba, se llevaba la mano al rostro aun oculto, y volvía a tocarse. Me acerqué más a la ventana, lo confieso: quería verle más cerca.
Apenas dos minutos más tarde adiviné su orgasmo en modo de contracciones espasmódicas y de una desaceleración progresiva, al tiempo que vi claramente su semen inundar completamente su estómago.
Después, cesó. Se levantó dejando su culo al descubierto y un cogote probablemente joven, debido a su intensa melena. Tomó una manta y se cubrió con ella los hombros, volvió al sofá y supongo se quedó dormido, mientras yo empecé mi propia fiesta particular, presa de la escena más íntima que nunca he llegado a presenciar.
No sabría decir si algún día me lo crucé o no, lo cierto es que muchas de las noches que aun me quedaron por malvivir en aquel lugar traté de verle para saberle reconocer.
O quizás lo que hiciera fuera esperar a que él volviera a ofrecerme una sesión de porno auténtico masculino a dos metros apenas de mi salón habitación cocina baño o cómo quiera llamársele a aquel curioso lugar.