Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

martes, 8 de septiembre de 2009

Jalisco


Tuvimos una vez en casa un perro al que llamábamos Jalisco. Blanco, con grandes manchas negras y de raza indefinida. Parecido al millonario de la primitiva. Como se suele decir, solo le faltaba hablar; y más listo que el hambre. Aún no había nacido mi hermana.

Mi padre le ponía un trozo de pan en la punta de la nariz y al tiempo que se la sujetaba le decía: "Fuimos a cazar al barranco rebollar; salió una liebre, nada; salió un conejo, nada; salió una perdiz, chispum fuego". Al decir ¡fuego! le soltaba el morro y el perro cogía al aire el trozo de pan. Jamás se le cayó al suelo.

Tenía mi padre arrendadas unas suertes -fincas- en El Barranco, donde plantaba cosas de huerto pues había una fuente -el agua, buenísima- que permitía regar. Alguna vez, bajaban los de Ródenas y le mangaban las cebollas - que se criaban gordísimas- y las coles de grumo. Bueno, pues al subir o bajar a las mismas, el perro se volvía loco detrás de los conejos que corrían por las laderas del Barranco.

Y no se quién disfrutaba más, si el perro o mi padre. Cuando veían algún ardacho -lagarto- mi padre levantaba la piedra bajo la cual el animal se había refugiado. A pesar de sus afilados dientes, no tenía defensa. Lo atrapaba con la boca y comenzaba a sacudir frenéticamente la cabeza a los lados y el pobre ardacho, kaputt.

Y Jalisco murió, lo cual nos costó a todos llantos múltiples. Por ello, no hubo más perros en casa, (ahora, mi santa, dice que con uno ya tiene bastante). Hasta que muchos años más tarde, yo llevé un cachorro de una preciosa collie danesa, propiedad de una enfermera, de su misma nacionalidad y campeona de su especie. La simbiosis entre mi padre y el animal, Kati, era total. Se montaban en la Lambretta e iban a todas partes juntos. Si le decía "agáchate que vienen los civiles", la perra se encogía y ocultaba. Fué una lástima que mis padres tuvieran que dejar el pueblo y a ella en el. Tuvo un triste e inmerecido final. No han tenido más perros. Eso sí, en cuanto mis padres están en el pueblo, los perros del tío Antonio no dejan la casa. Antes, Pablo, hasta que murió. Y ahora la Estrella, que lleva algún que otro palo por correr a los gatos y comerles la comida en el corral. Y eso que a veces los lame.

Y es que en el corral, de libre acceso, hay toda una familia de gatas -alguna antepasada debió pertenecer a casa- que todos los años aumentan la prole. Alguna hasta pare dos veces. Como mi madre les da de comer........pues allí siguen los que logran superar el invierno, cuando ellos vuelven por primavera.

enviado sábado, 04 de noviembre de 2006 22:59 por WARRIORV