Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

sábado, 26 de diciembre de 2009

La tía Ambrosia



Unos decían que sí y otros que no. Como la Tarara. Había quienes afirmaban, con pelos y señales, que la habían visto volar en una escoba en las noches de plenilunio. (Yo sé, de buena tinta, que fué un camisón suyo echado a volar por una ventolera, lo que le dió esa mala fama). Sea como fuere, era cierto que su aspecto no favorecía a tener una opinión benévola sobre ella. Alta, delgada, enjuta más bien, con moño y siempre vestida de negro. Como doña Rogelia.

Su casa estaba en las afueras del pueblo. Un caserón lúgubre y antiguo rodeado por un hermoso -este sí- jardín, cuidado con mimo por ella, donde no faltaban plantas exóticas recogidas por los cinco continentes a lo largo del tiempo por los moradores de la misma. Tampoco faltaba en el jardín un cobertizo que albergaba numerosas especies de pájaros. Estos, había momentos del día o de la noche, con frecuencia el amanecer, que declaraban rota la ley del silencio y atronaban con sus cánticos o graznidos todo el espacio jardinero. Los mirlos de madrugada; los canarios al amanecer; jilgueros, periquitos, cotorras y hasta un loro que hablaba francés; no faltando los asustadizos gorriones -estos por libre- que no obstante, tenían mucho miedo y poca vergüenza. Para reforzar la imagen de meiga, no faltaban una grajillas parlanchinas que siempre la acompañaban tanto en el jardín como en sus paseos por los alrededores.

No era muy sociable, aunque tampoco huraña. Intentaba congraciarse con los niños ofreciéndoles dulces y confites. Pero estos se agarraban a la falda de sus madres, presos del temor, rehusando aceptar cualquier cosa que les ofrecieran.

Y el episodio que colmó los miedos generales hacia ella -y las habladurías y maledicencias de los mayores- ocurrió un día de invierno. Como si de una orquesta se tratara, cotorras, loros, grajillas, comenzaron a chillar uniéndose a los del cochino, imitando voces humanas hasta el punto de dar la impresión de que a una persona la estaban, al menos, descuartizando. Acudieron varios vecinos y ella salió a la puerta con los brazos arremangados, las manos llenas de sangre y empuñando un gran cuchillo ensangrentado. Al verla de esta guisa, huyeron despavoridos (algunos aún siguen corriendo). ¿Qué habrán pensado estos zangolotinos cagamandurrias? se dijo. Y soltó una carcajada que aún resuena en los contornos.

¡Estaba haciendo el mondongo!





enviado martes, 09 de enero de 2007 11:10 por WARRIORV