Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Pastores

















Me gustaría ser capaz de escribir algo que, lleno de fantasía, resultara interesante para la lectura, transportara al espíritu por los espacios infra y extraconscientes y dejara vagar la imaginación por etéreos y sutiles mundos libres de toda huella pecaminosa.

Me temo que soy incapaz de hacer o escribir cualquier cosa que, de lejos, se aproxime a esas premisas enumeradas. De algo con sostén físico o de experiencia vivida puedo escribir, con dificultad, dos líneas seguidas. Pero que esté libre de rondar los dominios de la sombra, eso me es casi imposible.

Ocurrió un día de invierno con una apreciable nevada. A los moradores de Ródenas, siempre les ha resultado muy accesible La Nava. Paraje perteneciente a mi pueblo y limítrofe con el suyo, hasta el punto que consideraban propio y que se resolvió tras un litigio judicial a favor del legítimo propietario. Para el ganado y para la caza, siempre lo habían considerado coto privado.

La diferencia de altura, sin ser excesiva, es determinante entre ambos términos. Según mi colega Ramón, natural de ese pueblo, los tomates no llegan a madurar. En La Desa de mi pueblo, se crían los mejores que he comido. Y se siguen criando. La caza, no conoce límites territoriales. En aquellos años, había abundancia de conejos. Aquél kabrón francés, aún no les había inoculado el virus que casi acaba con ellos. La mixomatosis.

Incluso mi señor padre, se dedicaba a cazar conejos y liebres con lazos en el Monte Picón. No cabe duda de la alegría en el puchero, y más en aquellos años de penuria, proporcionada por la entrada de varias piezas a la semana. Hasta permitía a mi madre guardar algo en conserva.

En Las Cuestas, sin epidemía, estepas y con comida en los huertos de La Desa, había legión de conejos. Muchas piedras para hacer sus caños y madrigueras y protejerse de los depredadores. Entre ellos, los cazadores. Una tarde, con una nevada guapa, el Chato Mototo, rodenero, cogió su escopeta y se fue hacia La Nava. Liebres y conejos dejan su impronta imborrable en la nieve por lo que seguirlos, es fácil y fascinante.

Llegó a Peñas Rasas, en Las Cuestas, dando vista al término de mi pueblo, este incluído. De piedra en piedra para otear y disparar, llegado el caso, con posibilidad de éxito. Pero no contaba con el hielo escondido bajo la nieve. Subido en una roca, bajó de ella rápida e involuntariamente. Y se rompió una pierna.

Se dió cuenta de que por sí mismo no saldría de allí y pudo ver con claridad su situación. En La Muela, enfrente pero a bastante distancia, había un joven pastoreando su rebaño, Pascual. El cazador, comenzó a pedir auxilio de forma desesperada. Por las características del terreno, los gritos se expandían y repetían. El pastor, escuchó esas llamadas pero no acudió. Cosa lógica dadas las distancias, la nevada y la dificultad de acceso y sobre todo, su juventud.

Pero una vez en el pueblo, advirtió que había escuchado voces de auxilio en Los Castillejos. La gente mayor, organizó una batida de apoyo y partió en busca de quien lanzaba mensajes de socorro. El desenlace, fue feliz para el accidentado. Lo hallaron y salvaron llevándolo a su pueblo. De no haber sido por el joven pastor, irremediablemente hubiera perecido congelado; aunque lo hubieran echado de menos en su casa, la salvación no hubiera llegado a tiempo.

A Pascual, lo ví este verano. Él y su mujer, Celia, cuidaban a la madre de él y al padre de ella. Ambos nonagenarios y aún chutando bien, dentro de lo que cabe. Y para no aburrirse, una nieta que justo se iba sola.


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