
A veces, se oye de alguien que puede tener, metafóricamente hablando, un muerto en el armario. Y algunos más avanzados o atrevidos, lo tienen de manera real e incluso, emparedado. Eso sin contar con quienes por fuerza o para no pasar a engrosar las filas de los no presentes, se ven obligados a refugiarse dentro del armario o en los recovecos más inverosímiles de la casa. Hasta los hay que emparedan los millones de pesetas o euros fruto de sus ilícitas rapiñas.
Pero no es ninguno de estos quien okupa mi mente y motiva este comentario. Yo tengo mis fantasmas personales en el armario de mi subconciente pero no bien encadenados o enjaulados. Como cada hijo de vecino, supongo. Aunque por fantasmear que no quede. Los habrá de varios pelajes y calañas. Unos que recuerdas con una sonrisa y los más, mentándoles la madre.
Para mí, no ha sido en vano pasar muchos años de trabajo en la misma empresa y junto a los mismos colegas. No me abandona la sensación que he tenido durante ese tiempo. Agobio e intranquilidad. Pocos momentos felices. Solo cuando despierto, los mando a todos a la mierda pues nunca más tendrán la oportunidad de joderme la vida. Me digo a mi mismo que aquello acabó, que soy y estoy libre y ello me tranquiliza.
Sin embargo, hay alguno más traicionero e inoportuno y al que no puedo matar. Me visita intempestivamente, sin venir a cuento y las más de las veces, para joderme anímicamente. Parece como si se regodeara en hacer caso omiso a mi presencia, con lo que no me deja más opción que maldecir su puñetera imagen. Le grito y recrimino su indeseada aparición. ¿A qué koño has venido? ¿Quién te ha llamado?. Siempre obtengo el más amargo e ingrato silencio.
Mas si esos alevosos desprecios horadan mi cerebro es peor cuando, cual cometa Halley, aparece y, siempre en silencio, su mirada y su mano se rozan con la mía. Eso acaba conmigo por unos días hasta que logro equilibrar mi mente. Me hunde en la más puta miseria y melancolía; sé que jamás alcanzaré su iluminada y fría estela.
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