Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

viernes, 6 de agosto de 2010

Paseo mañanero

Voilá!!


                                   
Peñasco donde se ubica


El pozo Lagipe


Entrada, estrecha, al pozo


Ahí arriba está el pozo, donde la planta


Mi pueblo


El castillo desde el cerro


No se ven dos más

Quienes nos consideramos hijos de la tierra y del arado llamamos el monte al campo .  Así, vamos, venimos o estamos en el monte. Y estas mañanas agosteras da gusto pasearlas temprano por el monte. Más en estos días de cierzada, frescos y con el aire en danza.

Al salir del pueblo, los lugareños -yo también lo soy, pero sin huerto que atender- ya están regando sus hortalizas. Mi prima y su marido, tienen la huerta que dá gusto verla. Las patatas para sacarlas. Lechugas, borraja o acelgas, listas para ser consumidas. Sigo hacia el Regajo, donde el frescor del soto unido a la pequeña aguareda caída, hacen emanar de las plantas aromas ancestrales guardados en la memoria. Es inconfundible el olor de la hierba seca al humedecerse o incluso mojarse. El olor de la paja mojada de los años de mi niñez y juventud, en los dias de tormenta veraniega cuando había que hacer un alto en la trilla o las labores que esta acarrea, aperreada vida, está metida en mis meninges. También significaba descanso en la atareada faena, aunque a los mayores, cosa lógica, les supiera a rayos esta incidencia.

El tío no ha madrugado y no está en su huerto. No entro. Llego a las balsas del Onsal. Y me viene a la memoria aquello que cantábamos: "en la balsa cantan ranas y en el palomar pichones; y en la esquina el tío Camacho, los mozitos fanfarrones". Cuando la cosa se desmadraba se acababa cantando " y en culo de las mozas, hacen nido los ratones". Este año tienen agua para superar el estiaje por lo que las ranas, múltiples, asoman sus cabezas por encima del agua. Aquí, de críos, veníamos a coger ranillas pequeñas y renacuajos. Hoy, nadie las molesta.

Sigo hacia el Mojón, el sol ya comienza a calentar y me quito el jersey. Las aspas del "molino de viento" que hay para sacar agua -ignoro si lo hace- están inmóviles. No sopla el aire. En los noticiarios catalanes, me hace gracia, a esto lo llaman "no bufa el aire". Aquí "una bufa", es otra cosa, pero también relacionada con el aire. Paso por donde el año pasado teníamos los ajos. Una pena, todo yermo y un herbazal. Es el sino de los tiempos. Los años no perdonan.

En la peña la Aguzadera, han instalado sus reales los alimoches o azebuches que no sé si son lo mismo y de no serlo, cual es la diferencia. Todo el mundo resalta que antes no las tenía pero ahora las aves han dejado su impronta.
De vuelta a casa, "menos trabajar  yir a escuela, mándeme usté lo que quiera" como decía mi abuelo. Opto por coger el coche y largarme a san Ginés. El camino no ha mejorado, pero está mejor que el año pasado. En el alto del cerro, la paz y el panorama son únicos. Solo rota por la refrigeración de la torre de TV. Tengo una conversación con el santo que no se si es escuchada, pues no lo veo. Me dan ganas de hacer unas pintadas, pero al no hallar con qué, se quedan en intenciones. Mejor así.

Hece poco escribí sobre las antenas "banderillas" del cerro. Hay no menos de ocho. ¡¡Qué barbaridad!!, toda la cumbre tomada por los dichosos "pàratos". Y es que solo estando allí, se comprende el alcance de la panorámica observada. Tengo que subir a la Fuente del Canto a comer una tortilla con mis viejos y el tío si el tiempo se estabiliza.

Al volver, pregunto a una ciclista por Ramón, el rodenero; no está, pero sí su hermano, el de pinturas. No tengo con él tanto contacto y paso el pueblo sin parar. A pesar de que me habían advertido del mal estado del camino, me meto hacia el pozo Lagipe. Despacio, pero como está seco, llego sin novedad. Subo a la roca en la cual está picado y hago unas fotos como puedo, pues hasta el no puedo llegar. Hay un angosto pasadizo que solo en caso de extrema necesidad me atrevería a cruzar sin tener la seguridad de lograrlo. Ha permanecido imperturbable en tanto yo he crecido. En el alto de la roca hago una pausa. 

A la sombra de la roca una colonia de tomillos, aún secos, dejan un aroma y olor en el ambiente que solo aquí podría percibirse. Me llevo una loseta con musgos y líquenes de recuerdo. Aunque hoy ya nadie está seguro de nada. Ni las dos codornices que por dos veces levanté y que en un principio tomé como perdiganas.

Y la mujer desaparecida hace tres o cuatro años, sin aparecer, sin saber nada de ella. ¡¡Manda cojones!!.

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