Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

lunes, 1 de marzo de 2010

Desde la terraza



En la terraza del jardín, al amparo de los todavía tímidos rayos del sol, intento dar una cabezadica. Cierro los ojos y hasta mí llega el run run de los motores de la flota pesquera que bordea el Delta buscando la bahía de Els Alfacs. Más cerca, el cucurrucu impertinente y pesado de las tórtolas que hoy son pandemia. Me he provisto de petardos para ahuyentarlas.

Los ladridos, cercanos y lejanos -a veces tocaguevos- de los canes custodios de las casas vecinas y no tanto, (hay uno canijo, que el muy kabrón se pasa el día con la boca abierta en el tejado de la casa, ladrándole hasta al lucero del alba). El clac clac de la grúa en la obra de un chalet que se eterniza; el pío pío de esos pajarillos invisibles y algún que otro ronquido que me despierta. Y tordos, muchos tordos.

Se enmaraña el sol y decido darme un paseo fuera de la urbanización. ¡Qué deliciosa paz!. Veo dos señales inequívocas de que la primavera está en camino: numerosas golondrinas revolotean sobre el pinar y los olivos. Los almendros, se visten de flores rosas y blancas anunciando la decadencia de este invierno largo, nevado y frío que hemos padecido.

Allá al fondo, los últimos barcos rezagados enfilan hacia puerto. El gallo de mi veleta, ni se ha inmutado. Como algunas personas, dependen de donde sopla el aire.

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