Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

sábado, 17 de diciembre de 2011

C-II

Cuando Carbonero nació, hubo gran alborozo en la cuadra. Salió a su madre, pequeño y de pelo negro. Al principio sus patas no le sostenían, pero poco a poco fueron adquiriendo fuerza y estabilidad hasta permitirle retozar y soltar pequeños guiños, coces, con sus patas traseras. Cuando consideraron que era lo suficiente fuerte como para seguir a la madre en las salidas al campo, siempre la acompañaba. De este modo fue aprendiendo los caminos y las fincas propiedad de la casa.
En esos primeros paseos campestres, todo le llamaba la atención, por cualquier cosa se detenía y despistaba. Las mariposas especialmente. Intentaba olerlas si veía alguna detenida sobre una flor y estas, a veces, se posaban sobre su hocico haciendo que sus ojos parecieran bizcos al intentar ver al insecto. Su madre debía estar continuamente llamándolo sin perderlo de vista.
-Carbonero, ven aquí no te retrases; parecían decir los rebuznos que emitía. Aunque este no la escuchaba. Cuando ya se habían alejado demasiado, la perra Tula ejercía de guardiana y tutora y con unos ladridos lo asustaba e incitaba a seguir adelante. Entonces, con un pequeño trotecillo, alcanzaba a su madre.
Un día, al ir a olisquear unas hierbas, se encontró con una liebre que, acamada y guarecida entre las mismas, le miraba fijamente.
-Hola, ¿quién eres? Le preguntó.
-Soy una liebre. Me llamo Lebrato.
-¿Y a qué te dedicas?
-A hacer atletismo y correr lo más rápido que puedo.
-Anda ¿y eso por qué?
-Para que los galgos y los zorros no me atrapen y coman. Los cazadores con sus escopetas también son un peligro muy grande.

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