Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

viernes, 23 de diciembre de 2011

C-VIII

Volvió el verano y con el, Ricardo, el niño que estirando la mano le acariciaba los belfos y daba golosinas. Sentía pasión por él, llevarlo a caballo le causaba una inmensa alegría y satisfacción. Una mañana, se armó gran revuelo en la casa. Escuchaba llantos silenciosos sin poder comprender la causa de los mismos; Carbonero echó en falta la visita de su amigo Ricardo a partir de entonces. Su mirada gritaba qué había pasado, pero no podían responderle. Unas lágrimas se escurrían de sus ojos al entender que algo malo había ocurrido.
Pasaba el verano en medio del silencio de los moradores de la vivienda, sus dueños. Llegado el nuevo año, transcurrido el tiempo de gestación, nació su primer hijo. La tristeza general pareció quedar arrumbada en un rincón y todas las caricias y alegrías eran para el nuevo habitante de la cuadra. Carbonero no cabía en sí de gozo al ver a su retoño, el cual le recordaba tanto a sí mismo no hacía tantos años. Su madre, Lucera, se encargaría de el en sus primeros meses y su educación la compartirían, había tantas cosas que deseaba enseñarle… Más adelante lo llamaron Manzanita por la gran pasión que sentía por esa fruta. En cuanto podía, visitaba los viejos manzanos para ver si alguna se había desprendido de los árboles y dar cuenta de ella.
Transcurrían los años y Carbonero notaba como ahora el centro de atención de los niños era su hijo. Bien, el con el trabajo y la edad, aunque estaba en la plenitud de su vida, ya notaba que la tranquilidad la agradecía más que el guirigay de los chiquillos. Ese verano, volvieron los veraneantes valencianos y entre ellos ¡Ricardo! El corazón le dio un vuelco al oír el nombre ¡Ha vuelto! Temblándole las patas como en sus primeras y vacilantes horas de vida, escrutó a las personas que veía pasar por delante de la cuadra, hasta que al fin pudo verlo. Se llevó una decepción.

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