Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

lunes, 28 de febrero de 2011

Confidencias con Agapito

  I. El encuentro
 

A consecuencia de las numerosas trastadas perpetradas por mí, según mi madre soy mucho malo, nació mi amistad con Agapito. Cualquier excusa era buena para meterme en clausura. Como en los días invernales suele estar parcial o totalmente helada la rambla, me tiene prohibido ir al esbarizaculos por miedo a que me rompa una pierna o un brazo. Las culadas, están aseguradas. Una de las muchas veces que mi madre me recluyó en el bodego, en castigo por ir a patinar al hielo, me encontré con el. Al principio del encierro, no veía nada. Estaba más pendiente del ardor de mi trasero, -y no por el frío hielo-, que de cualquier otra cosa. Poco a poco, mis ojos fueron adaptándose a la oscuridad, y un día, lo pillé asomado al agujero de su ratonera mirándome con curiosidad.

Quizá si hubiera sido una enorme rata, habría reaccionado de otra manera. Con gritos y pataleos, como cuando me interné involuntariamente en el establo de una vaca en el pueblo de la tía Aurelia. Pero solo me se ocurrió decir: ¡aibá, un ratón! Una vez que nos hubimos mirado a los ojos y comprobado que no éramos un peligro mutuo, me preguntó:

-¿Qué haces aquí? Yo con ojos como platos, la sorpresa y la oscuridad hacían su papel, me respondí: ¡anda, pero si el ratón habla y todo! Superados esos primeros momentos de desconcierto, fui yo quien preguntó el motivo de su destreza parlanchina.

-Desde siempre hablamos los ratones el idioma de los habitantes de las casas donde nos hospedamos. De oír a los dueños, aprendemos. Y entre nosotros, también nos comunicamos. Lo que pasa es que vosotros, los humanos, tenéis gatos para que nos persigan y estos son enemigos mortales nuestros. Y tampoco habéis intentado nunca dialogar con ninguno, solo ponernos trampas y perseguirnos a escobazos. Ya sé que te llamas Juanito, lo he oído muchas veces a tu madre.

- ¿Y tu?

- Agapito.