Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

martes, 3 de mayo de 2011

Retorcida

Entras por fin en casa y cierras la puerta tras de tí. Ha sido un día largo. Se te ocurre de pronto que perder a alguien de la familia conlleva una operación de reciclaje, algo así como sacar la basura de casa, como deshacerse de lo que sobra: lo orgánico en el contenedor marrón, el plástico en el amarillo, el azul para el cartón.


Dejas la urna sobre la mesa del comedor, cualquiera la podría confundir con un jarrón, bastaría con quitarle la tapa, ponerle flores, unas rosas tal vez, es una posibilidad que te planteas, ya lo decidirás, de momento necesitas descansar, no pensar más en lo que ha sucedido, ni en el accidente, ni en la llamada, ni en la carrera al hospital. Pesa mucho el guardarte para tí que él no iba solo en el coche, haber descubierto que tu marido te engañaba. Tal vez un día conozcas al viudo de ella. Eso pasa en una película, recuerdas, mientras te pones una copa: Harrison Ford y Kristin Scott-Thomas.

Te llama tu madre, quiere saber si estás bien, está preocupada. Estoy bien, madre, le dices, pero no es cierto porque tu marido, maldito estúpido, ha muerto dos veces para tí en el mismo día. Te pregunta qué vas a hacer con las cenizas. Aún no sabes, quizás lanzarlas al mar, contestas mientras haces que brindas a su salud. También tendrás que hacer algo con su ropa, con sus cosas, menciona. Ya lo pensarás. Y vuelves a decirte: lo orgánico en el contenedor marrón, el plástico en el amarillo, el azul para el cartón. Dejas la copa, buscas algún cigarro olvidado por los cajones; voilà, uno que ocultaste para fumártelo a escondidas en una ocasión como esta. Te sientas en el sofá y aspiras el humo con denuedo. Miras a tu alrededor, ya no quedan ceniceros en la casa. Mierda de vida sana. Miras la urna, lo dudas un instante, te levantas y la coges. Te vuelves a sentar. Abres la tapa, das una última y profunda calada al cigarro, luego lo lanzas allí dentro, no se te había ocurrido antes: jarrón, cenicero... al final hasta te resultará útil: una urna multiusos. Lo dices en voz alta, quizás logres convencerte a tí misma. Luego te levantas para dejarla en la mesa de nuevo. Tropiezas tontamente ¿Quién ha puesto esta silla aquí en medio?, te dices. Logras esquivar la mesa, pero la urna resbala de tus manos, sale disparada, no la has tapado, qué tonta. No se rompe, es dura, menos mal, aún puede hacer de jarrón, de cenicero, pero entonces ves todo aquel barullo gris rociando el parquet, setenta y cinco kilos de cabrón adúltero esparcidos por el suelo. Recobras el equilibrio, respiras hondo. Calma, te dices. No es más que ceniza. Te preguntas si le desvistieron antes o si le dejaron la ropa. Si aún llevaba la alianza puesta, o aquel reloj tan caro.

Va a ser difícil, te dices, muy difícil, mientras vas a buscar la aspiradora. La enchufas, te remangas y suspiras; le das al start. Intentas adivinar cuánto de aquello irá al contenedor azul, qué parte al amarillo, cuánto al marrón.