Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

sábado, 5 de noviembre de 2011

EL CONFESONARIO

Cuando tenía nueve años, “ingresé” en la cofradía de los monagos de la iglesia parroquial de mi pueblo. En aquellos años resultaba ser una tarea onerosa, al menos para mí, por dos motivos: había que responder al cura en latín a cuanto él decía y debía madrugar para asistir a misa, lo cual aún me costaba más. Así que muchos días, entre toque y toque de campana anunciando la celebración de la misa para las beatas que eran las únicas asistentes los días de faena, me metía al confesonario a dar una cabezada, lo cual me costó algún que otro pescozón donado por el párroco cuando me pillaba in fraganti. Y eso él lo sabía enseguida: si me retrasaba en hacer sonar la campana era porque me había quedado roque dentro del armario de los pecados.

Y sucedió, aunque yo no lo había previsto ni se me había pasado por la cabeza, lo que era previsible que pasara: un día, sin previo aviso, se presentó una moza a pedir confesión, y fue tal su apresuramiento y mi sorpresa paralizante, que sin saber como me sorprendí haciendo de confesor sin haber abierto la boca siquiera. Todo lo contrario que la penitenta, la cual, suponiendo a la garita ocupada por el confesor y para no darle opción a que indagara demasiado en asuntos que no deseaba revelar, más que un chorro resultó ser un torrente desbocado de palabras y “padre me acuso”. Así me enteré de que hacía tocamientos deshonestos con su novio, -lo cual hubiera resultado hasta cierto punto normal-, mas tampoco desaprovechaba la ocasión de hacerlo con cualquiera que se le pusiera a mano. De este modo se desarrollaba el “sacramento”, en tanto yo cavilaba el modo de salir de allí sin ser visto. Me pidió la absolución a lo cual le respondí con voz ronca que no podía dársela mientras no fuera más honesta y pía. Palabras que no supe de donde salieron ya que tampoco tenía muy claro que significaban sus antónimas. Como pude me escabullí gateando dejando a la mocica consigo misma afligida y llorosa. Se levantó y se marchó.

A mi me sirvió de aviso y escarmiento y de entonces en adelante me quedaba en las escaleras de la torre junto a la soga de dar los toques. Pero mi inocente acción, trajo consecuencias para el honrado párroco. El mósen, tenía costumbre de jugar alguna partida de cartas con la gente de orden del pueblo y una noche cuando volvía a su casa por un callejón oscuro, una soga atravesada en el mismo dió con sus huesos en tierra. Rodillas y manos averiadas, más estas últimas, las cuales debieron curar y vendar. Gran escándalo pero no pudieron averiguar quienes fueron, uno o varios, los autores. El cura, que no tenía enemigos reconocidos ni mácula a la que achacar ese ataque, decía que aquello había sido una prueba del Señor y se sentía reconfortado con ello. Lo cierto es que estuvo unos días sin celebrar misa por este motivo. Solo el rosario, que por culpa de los madrugones y de la salmodia de la letanía de Nuestra Señora, un servidor acababa dando cabezadas de sueño.

Pero no sería este el único episodio contra su persona. Por Cuaresma se celebraban novenas al atardecer, entrando la noche. Las más tétricas y acongojantes se dedicaban a las Almas del Purgatorio. Su letra y entonación, encogían el espíritu. Pues hete aquí que una noche, cuando todos se habían marchado de la iglesia y ya solo quedaba el mósen, alguien lo dejó encerrado. No se si vería bajar a Lucifer del altar mayor, donde el arcángel san Gabriel lo tenía vencido con la espada en el pecho, pero algo así debió de sucederle ya que comenzó a tocar las campanas a fuego de una forma frenética y desesperada, como si ardiera el pueblo entero. El vecindario, alarmado, se echó a la calle pozal en mano preguntando donde era el incendio. Como la llamada continuaba de forma angustiada y fuego no se encontraba en ningún sitio, decidieron ir a la iglesia a ver quien era el gracioso que había sacado a todo el mundo de sus casas y a algunos de la cama.

Cual no sería su sorpresa al encontrar la iglesia cerrada y las campanas tañendo sin cesar. Afortunadamente, el autor o autores del encierro, no habían escondido o tirado las llaves; abrieron y encontraron al cura agarrado a la cuerda sin dejar de tocar. El miedo o la histeria lo habían trastornado. “Lo excomulgo, lo excomulgo” repetía sin cesar con los ojos como platos, ido total. Los civiles hicieron pesquisas y el alcalde echó un bando condenando el desafuero, pero no se supo quien había sido. Coligieron que la misma mano estaba detrás de los dos atentados, pero nadie hallaba un nexo entre los hechos y el causante.

Años más tarde, remodelaron la iglesia para adaptarla a los tiempos modernos e iban a tirar el viejo confesonario al cual yo tenía querencia. Por mil pesetas, como donativo, lo adquirí y de vez en cuando, me echo la siesta en el. Imagino que confieso a grandes pecadores/as (tengo mi propia nómina) y los pongo de chupa de dómine, con duras penitencias y la promesa del infierno; condeno, a los vagos, a hacer hervir eternamente las calderas de Pedro Botero arrimando carbón. A la mala gente, a servir de ingrediente para el consomé de los demonios. Alguna vez me he despertado sobresaltado pues he creído era yo el condimento; otras, tras escuchar confesiones que me han turbado sobremanera.

Años más tarde me enteré, confidencialmente, que el autor de los atentados al cura había sido el novio de la mocica a la que no quise dar la absolución. Lo había hecho en represalia por ello. Ni que decir tiene que yo me callé como un bellaco. El señor cura tenía alma de mártir, pero yo no.