Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Viaje de ida y vuelta

Preocupado por el mal cariz que los acontecimientos estaban tomando, decidí tomarme unos días de asueto para liberarme del estrés acumulado tras más de tres semanas en que unos okupas habían invadido mi casa inundándola de ruidos espantosos y polvo. El individuo malcarado que tras el espejo del pasillo me observaba, más bien espiaba, hizo que mis reparos desaparecieran. Así que cogí la maleta, el perro y el lorito, y carretera y manta hacia mi dacha al abrigo del Montsiá.
El mes de Julio fue indecente por lo cual ahora el clima nos está regalando un otoño benigno y de temperaturas muy agradables. Pero no hay que engañarse. La naturaleza sigue su curso dejando a las plantas con los característicos colores otoñales en sus hojas. La planta trepadora que ha colonizado la verja, en una permuta con la casi desaparecida buganvilia, ha adquirido en sus hojas un tinte rojo precioso, lástima que sea el preámbulo a su caída. Las naranjas, lane late, van tomando el camino de la madurez y este año son de un tamaño espléndido; la morera, casi desnuda, solo espera la poda de sus ramas. Tengo planificado plantar los tulipanes que mi hija trajo de Ámsterdam y un par de cabezas de ajos; la primavera delatará si he obrado bien. Las fresas, huérfanas.

El pasado  verano me regalaron mis hijos una caña de pescar y en una tarde, dejamos al Mediterráneo y a la vendedora de lombrices contentos, pues los novatos solo se dedicaron a cambiar cebos y plomos desaparecidos.

 Decidido a “olvidar”, me proveí (¿existe este vocablo?) de cebo suficiente para intentar pescar algo de un tamaño mayor a una sardina. Ya llevaba un rato en la playa del Trabucador, cuando a pocos metros de la orilla un pez en apariencia grande, parecía estar entonando sus últimas oraciones. La cola fuera del agua en una acción parecida a la que los salmones ofrecen al remontar los ríos para el desove. La caña, de observadora. Qué hago, cualquiera se mete al agua con lo fría que debe estar. El maldito pez, en apariencia riéndose de mí pues no me atrevía a mojarme los pies, seguía con su danza seductora a una distancia prudente por si acaso.

¡¡Quién dijo miedo y estaba temblando!! Ya picado en mi amor propio debido a que en la caña lo único que conseguía era suministrar almuerzo gratis a aquellos pececillos ladrones, me descalcé y quité los pantalones. No me desnudé más, no por pudor ya que de eso no me queda y tampoco había nadie, sino que consideré suficiente estriptis el realizado. La en apariencia maldita lubina, batió el agua con varios coletazos que luego consideré fueron de alegría. Ya me tenía donde quería. En medio de escalofríos y carne de gallina, penetré dentro del agua con la intención de abalanzarme sobre ella y agarrarla de la cola. La mala pécora, me dejaba aproximarme pero no demasiado. Siguiendo con su ritual, se desplazaba paralela a la playa sin darme opción a nada.

Como de esta forma no iba a conseguir lo que quería, esto es, que me mojara entero, el maldito pez se quedó quieto un momento tal como si la hubiera palmado. ¡Ya eres mío! Si, si…. Cuando lancé mis manos tras su cola, este se escurrió cual si hubiera estado llena de grasa. Ya estaba medio empapado. No sentía frío pues en el fragor del combate me olvidé del mismo, de la caña y de tol biribí. Encelado total, al siguiente lance me lancé en plancha en una palomita que para sí hubiera deseado Casillas. Fue el apoteósico final que desde el principio tramaba aquel pez traidor. A punto de caerle encima y aplastarlo, salió disparado mar adentro dejándome cabreado, empapado y con dos palmos de narices. Calao y sin setas.
Pero las desgracias nunca vienen solas. Al tomar el coche de nuevo para volver a casa, hay sus kilómetros, las ruedas comenzaron a patinar sobre la arena haciendo el afilador, ¡qué putada! Arena, arena y arena. Intenté meter algo bajo los neumáticos para que agarraran y no patinaran. Por no haber, no hay ni vegetación. En su lugar, metí una especie de alfombras de protección que llevo en el asiento trasero y en el suelo del maletero. Conseguía salir pero en cuanto “se acababan” volvía al pozo; en la última movida, se quedaron atrapadas por las ruedas traseras y allí terminó todo. Tiritando de frío, ira (conmigo mismo) e impotencia, estaba a punto de llamar al seguro del auto para que vinieran a rescatarme. Como Dios aprieta pero no suelta, cuando ya tenía las ruedas semienterradas y a punto de hallar petróleo, pasó un todoterreno al cual requerí ayuda. Sus ocupantes, solícitos y solidarios total, remolcaron a mi buga y lo sacaron del atolladero. Learning lesson: nunca salir del camino trillado por los demás coches. La arena seca, es muy traicionera.

La tiritera que vino después como colofón a un “magnífico día de pesca” tuvo consecuencias. Al estar solo, que también tiene sus ventajas e inconvenientes, me pasé dos días en la cama a base de leche con coñá y aspirinas. Tapado con una manta, bajaba al microondas, calentaba bien la leche y luego la enfriaba con el coñá; y a sudar. Hube de cambiarme de cama ya que la primera quedó empapada, como yo. Por una temporada he quedado saciado (harto) de pescado; si algún día siento la necesidad de tenerlo en la mesa, creo iré a Mercadona. Segunda lección aprendida: he de hacerme con un tridente como el que tiene el rey Neptuno en previsión de que el mismo u otro pez, tenga la mala idea de tomarme el pelo por segunda vez. (He de aclarar que desconozco el motivo, pero se ven a menudo, a la orilla del mar y a la vista, peces en la misma actitud que el mencionado). A duras penas, conseguí dejar plantados los bulbos de tulipán y los ajos.

Hoy al volver a casa, nada más abrir la puerta, me ha recibido el fulano que me espiaba tras el espejo; mejor pinta, pero fulano al fin y al cabo. Daba por hecho que todos los okupas habían abandonado la casa, incluso éste. El muy sinvergüenza, mirándome me hacía la bulra, como decían los abuelos cuando yo era crío, y momos. Me sacaba la lengua y ponía las manos en las orejas riéndose en un cachondeo irreverente y desvergonzado. No he podido resistirme. Le he soltado un puñetazo en todos los morros para que aprenda. Me he jodido la mano y el espejo ha saltado hecho añicos, pero el garrulo ese ha desaparecido. Y cabreado como estaba, he dado media vuelta y me he ido otra vez de picos pardos. Me voy a santo Domingo de la Calzada, donde la gallina cantó después de asada y de allí a Madrí. A recordar viejas historias e histerias. A darme unos buenos paseos en metro y a sumarme a los insumisos en la Puerta del Sol. Esta crónica la escribo desde un cibercafé, pues a casa no vuelvo mientras no me garanticen inmunidad sin compañías insolentes y molestas. O sea.