Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

viernes, 25 de noviembre de 2011

MI MAESTRO

Ha muerto. Casi centenario, de salud no muy boyante, casi entierra a la familia (es un decir). Hay que ver como se agarra a la vida esta generación que hubo de sufrir la guerra, de la que fue combatiente, y la posguerra.

Lo he mencionado en alguna de mis entradas y si bien hoy debía ser el día de las alabanzas, no tengo motivos especiales para ello. Dominó toda mi edad escolar, ya antes de cumplir los seis años que era cuando oficialmente se iniciaba la Educación Primaria. Hasta los doce que hube de abandonarla.

De la escuela de "la letra con sangre entra", lo practicaba a mansalva. Me recuerdo frente a la pizarra, con un problema que habíamos de resolver, y en lugar de tener una actitud comprensiva y educante, enseñaba a guantazo limpio. Le teníamos miedo, no respeto. Actitud que mantenía fuera de la escuela. Hacíamos o dejábamos de hacer no en función de si estaba bien o mal, sino previendo la represalia que él pudiera tomar.

Mi amigo Quin, ya desaparecido, se cagó garras abajo de la sarta de guantazos que le estaba dando. Luego su hermana hubo de venir a limpiar el suelo de la clase. Qué diferencia con los tiempos actuales en que los padres lo hubieran corrido a hostias. Tan execrable era aquella escuela como intolerable es esta. Muchas veces he pensado ¿no le daba verguenza, un hombre ya mayor, pegar de esa forma a unos niños indefensos? ¿nunca habrá sentido remordimientos? No me tengo por rencoroso, pero no lo he olvidado.

Con la mierda del Coto Escolar, a los alumnos nos trató como a esclavos, haciéndonos trabajar en la rambla con agua. Y aunque fuera en seco. Inmensos dolores de piernas padecí por las tardes en aquellos años. Niños menores de doce años a los que incluso mandaba a regar su huerto. Y no veas con el riego de los árboles el mal que dió; también por ahí queda reflejado. Después, cuando cortaron los chopos, no vimos un céntimo ni unas gracias. Se lo quedaron, sin poder dar fe de quienes fueron los ladrones. Imagino que él, sería uno de ellos.

A pesar de ello, el año que fui presidente de la comisión de fiestas del pueblo, le pedí leyera el pregón a lo que accedió. El cacique que en aquel momento y durante muchos años mangoneaba el ayuntamiento, sin contar con nosotros lo impidió. Hoy, afortunadamente, se lo han pulido.

Como no todo fue negativo, pues algo aprendí, hoy le dedico mi recuerdo, sin acritú, y le deseo a su alma un eterno descanso, en paz.