Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

jueves, 15 de diciembre de 2011

EL ABUELO

Sus vidas habían discurrido parejas. Aquella cama era de nogal y sus padres la recibieron de regalo cuando se casaron; hacía tantos años que ya había perdido la cuenta. Más de los que él tenía. Nunca tuvo duda de que sus primeros instantes se materializaron sobre ella. No desaprovechó la ocasión, siempre que pudo, de ocuparla como un furtivo, y cuando sus padres pasaron a mejor vida, la heredó, siendo desde ese momento titular inseparable de sus sueños, insomnios y otras alegrías. Un hilo invisible los unía, mucho más cuando la enfermedad se cebó en él y, aún contra su voluntad, debió permanecer en ella durante meses. Sentía como aquel mueble inanimado, aquella madera añeja y reseca, hacía valer sus quejas y lamentos al unísono con los suyos. Cuando ya sentía próximo su fin y previendo que sus hijos arrumbarían en cualquier rincón a su amado lecho, hizo llamar al carpintero del pueblo.
-José, quiero que me hagas el cajón con la cama, haz lo posible para que así sea, y no me lo forres de negro. De este modo el abuelo Justo, -aunque muchos consideraron el encargo un antojo cabezón-, tuvo la seguridad de que, por siempre, seguiría “durmiendo” en su cama. Coincidencia o no, cuando el encargo estuvo listo, el abuelo se despidió de este mundo luciendo en sus labios, una vez acomodado dentro de la caja, una sonrisa de oreja a oreja.