Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

domingo, 18 de diciembre de 2011

C-III

Carbonero, que era un pollino joven y atrevido, y por tanto ignorante, retó a la liebre a echar una carrera.
-Oye, te reto a una carrera hasta aquel chaparro de allá. Seguro te gano.
-Vale, te doy ventaja, sal tu primero y yo te sigo.
El inocente borriquillo creyó que, antes de que la liebre hubiera estirado las patas como hacían los atletas, el ya estaría esperándola en aquella lejana mata de chaparro (le habían contado la fábula de la tortuga). No había cubierto ni la cuarta parte del recorrido cuando la liebre pasó como una exhalación por su lado. Antes de llegar Carbonero a la mitad, ya estaba apoyada sobre su trasero, levantada y con las orejas tiesas, sonriendo y animando al borrico que veía como poco a poco le iba faltando el fuelle. Al llegar, jadeando, necesitó tomar aire para poder decirle a Lebrato:
-Si lo sé no vengo. Vaya lección me acabas de dar. Tanta acción, había llamado la atención de la perra Tula que al percatarse de la presencia de la liebre, acudió rauda en su persecución. Sin perder tiempo, Lebrato, huyó a toda pastilla dejando a la perra también con la lengua fuera.
-Ahora me explico por qué necesita hacer tanto ejercicio, musitó para sí Carbonero.
Como todo le llamaba la atención y con cualquier animal que encontraba se entretenía, las picarazas y los cuervos siempre le maravillaban. Había más aves pero la mayoría, eran muy huidizas, de lejos levantaban el vuelo sin permitirle ninguna proximidad o saludo. Dependiendo del paraje que atravesaba, en ocasiones alguno le hacía compañía.  El se asombraba de que unas veces, las menos, estuvieran en tierra y otras, para desplazarse, en el aire.
- ¿Cómo lo hacéis? Preguntaba intrigado Carbonero.