Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

martes, 20 de diciembre de 2011

C-V

Toda la lomera, cola incluida, era pasada por la máquina o la tijera, manual, de cortar el pelo.  El tío Felipe, que además de fabricante de cestos de mimbre para labores del campo y domésticas, era el sacristán del pueblo, no solo aseaba y ponía guapos a los pocos pollinos que en el pueblo había, sino que también se encargaba de esquilar a los mulos utilizados en las labores agrícolas. Para otro tipo de burros, que también los había, estaba la peluquería de Roque, el barbero. Por cierto que una vez tuvo la ocurrencia de colocar un cartel en la puerta de entrada y luego le cantaban una jota que decía:
El barbero de mi pueblo
Ha puesto en la barbería
S’ha faita y se cuerta el pelo
Tan bien que paice mentira.
     No mediría el Carbonero mucho más de un metro de altura; por ese motivo resultaba fácil su monta y nunca se molestaba porque de improviso alguien cabalgara sobre el, como solían hacer los chavales espigados y grandullones. Su dueño, el tío Lorenzo, se complacía en dar gusto a los críos pequeños que solícitos acudían a él para que les permitiera subir a caballo de Carbonero. Pero con los mayores era diferente; a veces se enfadaba con ellos ya que sin permiso abordaban al animal y de forma poco amistosa le hacían algunas pilladas y perrerías. No se conformaban con subir uno detrás de otro sobre el asno, sino que lo asaltaban todos a la vez y, literalmente, desaparecía bajo sus cuerpos y largas piernas. Hasta en el cuello había algún osado que sin miramientos lo montaba. O le soltaban bajo la barriga “cardunchos”, unas bolas vegetales “autoadherentes” que empleaban los zagales para echárselas a las chicas en el cabello, y que de manera gamberra no dudaban en arrojar sobre el largo pelo que en toda la tripera lucía el borrico.