Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

lunes, 16 de enero de 2012

RAMBO

Rambo, era el apelativo que empleaban sus numerosos colegas para dirigirse a él, aunque en realidad su nombre era Raimundo. Carpanta, su perro, era inseparable en sus andanzas y quehaceres, y cuando por algún motivo o necesidad debía abandonar sus exiguas pertenencias en la calle, el can se encargaba de que nadie, bajo ningún concepto, se acercara a ellas y mucho menos las robara. Más de uno, en sus manos o pantorrillas, podía dar fe de ello. Rambo, había ido dando tumbos por la vida, como un canto rodado es arrastrado por un torrente de aguas turbulentas. De aquí para allá, permaneciendo algún tiempo sosegado, hasta la próxima riada.
Sin ocupación habitual hacía años, su vida transcurría entre la descarga ocasional de camiones en el mercado de abastos de la ciudad y buscar el sol o la sombra, según la estación y el clima. Últimamente, se había aficionado a frecuentar un bar aledaño al mercado, La Patata Brava, cuya barra era atendida por una camarera de la cual Rambo bebía los vientos. Así era normal ver a los dos, dueño y perro, embelesados por lo que había tras y encima de la barra. Con la cabeza entre los brazos y estos apoyados en el mostrador del bar, sus ojos la seguían incansablemente del mismo modo que los aficionados al tenis siguen la trayectoria de la pelota. Bien es verdad que ambos dos tenían razones bien diferentes para tan singular seguimiento: Rambo se extasiaba viendo e imaginando el contorno de sus bien modelados muslos, hasta donde la espalda pierde su casto nombre. Carpanta, por un lado estaba pendiente de la chica, Susi, que así se llamaba, por si esta le lanzaba alguna chuchería o resto de comida; de otro, al tiempo que la boca se le hacía agua, contemplaba las bien surtidas bandejas llenas de madejas, callos, tortilla de patata, el jamón –sin importarle que no fuera pata negra- y otras muchas cosas, alguna de las cuales no peligraban de ponerlas a su alcance. También tenía su paladar.
Raimundo, recordaba como en sus años mozos trabajó de camarero de barra y comedor, en bares y restaurantes de su ciudad, en la Costa Blanca y la Costa Cálida.

Divina juventud que todo lo puede y que en su inconsciencia no prevé el futuro. Trabajaba al verano y el invierno lo dedicaba a fundir las ganancias. Intentó en varias ocasiones conservar un trabajo fijo, pero él no estaba hecho para eso. Fuera de temporada, solo hacía extras en banquetes. Con la llegada de las golondrinas, emprendía el vuelo en busca del mar. Un mal amor, hundió a Raimundo en la más absoluta miseria moral, perdiendo a raíz de esa amarga experiencia el interés por la profesión y la vida; convirtiéndose en uno de esos parias que por razones inexplicables, para los demás, se ven abandonados, en cualquier banco, o cajero, por las ciudades. A veces recordaba los malabarismos que tras la barra realizaba encandilando a las clientas; su pajarita y estilo, impecables. Incluso como en ocasiones, junto al dinero de la cuenta, halló un número de teléfono o de habitación, invitación a pasar una noche de amor. Ahí encontró su talón de Aquiles y su perdición.
De pronto, unos gritos lo sacaron de su ensimismamiento. Un asaltante, empuñando una navaja, había cogido del cuello a la camarera y le exigía el dinero de la caja. “¡Hombre no! Esto degenera, vamos de mal en peor… Cómo puede ser que a estas horas de la mañana, de madrugada, venga alguien a desvalijar a los trabajadores.” Raimundo se escandalizó.
 -“Si no me sueltas no puedo hacerlo”, argumentó Susi casi sin voz. El ladrón, la dejó y amenazó al resto de parroquianos presentes en ese momento en el bar. Rambo no se había movido, pero había cruzado una mirada con Carpanta y ambos, al pasar el caco a su lado, se lanzaron en tromba contra él. Rodaron por el suelo y el perro agarró una mano al navajero al tiempo que Rambo intentaba sujetar la mano armada del asaltante. En el forcejeo, la navaja se clavó en su costado y el perro, al ver herido a su dueño, se lanzó a la yugular del ladrón zanjando de inmediato la pelea. La reacción de los presentes hizo el resto. Acudieron policía y ambulancias a cumplir su cometido y socorrer a los heridos. Cuando a Raimundo, malherido, lo evacuaban los sanitarios, Susi se acercó a la camilla y le dio un beso.” Mal debo estar, -pensó para sí-, cuando los ángeles salen a recibirme”. “Tranquilo, tú ponte bueno, que de Carpa me encargo yo”, susurró a su oído agradecida.
(CARPANTA MENEA SU COLA DE ALEGRÍA)