Esta persona es uno de los
referentes en mi juventud a pesar de tener varios años más que yo. Serían
incontables los momentos vividos a su lado y que la memoria se niega a recordar
o a olvidar, que de todo hay.
Todos le hemos llamado, y le
seguimos llamando, el Negro. No porque lo sea, sino debido a su tez morena
acrecentada con los soles y aires del campo donde ha pasado casi toda su vida.
Solo por una vez se fue a la capital, como los demás. Pero no aguantó, a pesar
de que por aquel entonces la empresa donde ingresó era muy buena pagadora con
sus obreros y había varios empleados del pueblo en ella. Lo suyo era el
pastoreo de las cabras del pueblo, las de todos. 400 o 500 animales que todos
los días del año debía llevar al monte, lloviera, nevara o hiciera un sol
aplastante. En invierno con las nevadas y la ventisca, se hacía imposible
siquiera salir a la calle y mucho menos a campo abierto. Él, sin embargo,
aunque solo fuera por unas horas, reunía a su rebaño y se acercaba a La Muela donde
las cabras esquivando la ventisca se encaramaban a los chaparros en busca de
las hojas con las que alimentarse. Al verano, se pasaba las noches en el monte
con su cabrada debido a que por el día los animales estaban amoscados.
Una mañana gamberra, en fiestas,
con un ladrillo imité la llamada que él solía hacer con una caracola gigante
para que las mujeres o los hombres soltaran a sus cabras de los apriscos,
corrales o parideras. Los animales acudían por si solos a la plaza aunque
aquella mañana hice madrugar a todos más de la cuenta, siendo ajeno él a aquel sacrilegio.
Episodios de caza vivimos
incontables y más cuando se compró una escopeta. ¿Dónde esté el sorche?
Preguntaba a mi madre. Aún creo llegó a trabajar un tiempo en la mina, de
conductor de dumpers y camiones, pero aquello duró poco. La mina siguió el
mismo camino del ferrocarril; cierre patronal sine die, pa secula seculorum. Por cierto que todavía me debe una boina que dejó como un colador de un tiro. Estábamos de ojeo en la Canaleja y como era novato le tiré al alto la boina en la creencia de que no le daría ni a la torre. Pagué caro mi optimismo.
La famosa noche de los
huevos en batalla robados a las mozas, yo preparé una sopa que le entusiasmó;
aún no se había casado.
Fuimos compañeros en la obra
de cimentación del nuevo poste de TV que por aquel entonces se instaló en san
Ginés ¿año 66/67? A picar en la roca viva y hacer los anclajes a base de barrenos
de dinamita. Lo recordamos a menudo. Sobre todo porque a un enteradillo de
Rodenas, al cual yo no puedo recordar, pero que según él le di unos revolcones
de sabiduría. Subíamos siguiendo la línea eléctrica del viejo repetidor, andando,
y bajar, lo hacíamos casi volando por el mismo camino. Años
de juventud; por la tarde, a la fuente a ver a las mozas; él, a la que sería su
mujer; yo, mejor me callo que este relato le pertenece. Creo que yo había
vuelto de Canet de Mar y me enrolé en darle al pico y la pala para apaciguar otros
fantasmas. Fue peor el remedio que la enfermedad.