Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

jueves, 1 de noviembre de 2012

BORRASCA


LLUEVE
Cuando despierto esta mañana, oigo sobre la claraboya de la terraza de mi casa el repiqueteo de las gotas de agua al caer sobre la misma. Deben ser gruesas o el aire las empuja con fuerza. Este sonido es de los más placenteros que mi memoria archiva; no el de las fuertes y amenazantes tormentas que te dejaban con el alma helada y en un puño, sobre todo si pintaba granizo o caía algún rayo en la cercanía de donde estabas refugiado. El trueno te dejaba acojonado, aunque el peligro ya había pasado cuando lo escuchabas. La madre, que tenía más miedo que tu, te aconsejaba no estar bajo la chimenea o cerca de las ventanas; así, aunque la curiosidad te incitaba a ver que ocurría en el exterior, inexorablemente acabábamos en el lugar más oscuro y recóndito de la casa o del lugar que era el eventual abrigo del momento. Hasta que dejaban de escucharse los truenos; entonces comenzaban los lamentos por la escabechina que habría causado el pedrisco en las cosechas, los hortales e incluso en los tejados.
 
Arrebujado entre la ropa, mi mente no para de divagar. Camina muy lejos en el tiempo recordando caminos que debían haber sido hollados y no lo fueron. Mis manos, instintivamente, cobran vida por su cuenta estimuladas por la memoria, cada vez más débil y desordenada. A pesar de ello, viaja en el espacio y ve caer las gotas de las canaleras pausadamente, haciendo un hoyete en el suelo y rebotando en un movimiento de retroceso. En ese lugar, en mi adolescencia, me las tuve con los gorriones y las gurriatas que quisieron saber algo más sobre lo que su curiosidad innata les empujaba a averiguar. Como los gorriones, también huyeron en desbandada al descubrir la verdad oculta, excepto una que embelesada, mantuvo en su mano el recién prendido objeto. La huida no tardó en llegar al saberse abandonada. Lástima que aquellas gotas de lluvia se perdieran en el suelo confundidas con el resto.
 
Como una cosa llama a otra y gracias al estímulo creciente, me animo a seguir el camino emprendido arrullado por el continuo goteo en el tejado. Pero la falta de colaboración y el desconcierto de mi imaginación, a pesar de los esfuerzos digitales, frustran mi pretensión. Intento recrear fantasiosas imágenes virtuales, me cuesta centrarme en la exploración y el recuerdo de aromas que antaño hacían florecer claveles reventones. Como el rosal que ya agoniza poco a poco cansado de esperar a que las rosas, pensadas y queridas para otro fin, se marchiten año tras año sin llegar a los labios y las manos de el sabe quien y que nunca ha confesado. Ha de conformarse con haber acariciado su cabello en un instintivo gesto amoroso quizá de despedida eterna. Caigo en la cuenta de que nunca debí dejar pasar la oportunidad de libar en su fuente el néctar de vida y ofrecérselo en un acto de sublimación y entrega. Otrosí, la exploración tantas veces prometida y deseada y nunca consumada del parque de Oriente.
 
Al final, todo ha quedado en recuerdos y como en la canción aquella del Camino verde, la fuente se ha secado y las azucenas, ya están marchitas. Al soldado, camuflado entre sus laxas mochilas, quizá se le haya mojado la pólvora o definitivamente se haya quedado sin balas. Fuera, el cielo sigue llorando...