En los albores de mi
memoria, decir de mi conocimiento sería presuntuoso ya que empiezo a dudar de
haberlo tenido nunca, quedó grabada sin el más mínimo titubeo la cantinela que
en un momento del desarrollo de la ceremonia religiosa, o sea la misa, se
oficiaba. Le llamaban “la rogativa” y era ni más ni menos que la relación de
personas difuntas sobre las que se pedía, previo óbolo al mósen de turno, un
paternóster por el eterno descanso de su alma. Esta salmodia comenzaba
inexorablemente de esta forma: “Por el eterno descanso de las almas de Baltasar
y María Gómez, Paternóster”.
Durante mi estancia en el
pueblo en el próximo pasado verano/otoño, inquirí a mis parientes mayores, y en
concreto a mi tío, sobre varios temas y uno de ellos trataba de averiguar
quienes eran los finados. Me explicó que debieron ser los donantes de alguna o
todas las campanas de la iglesia, pues en una de ellas así figura “escrito” en
la misma. Quedé estupefacto pues con la de veces que habré estado en el
campanario, nunca se me ocurrió ilustrarme sobre los escritos que en ella, o
ellas, figuran. O falta de interés o escrito en algún latinajo indescifrable.
He de confesar que no fui nunca aguerrido atacante de las campanas; las traté
siempre con respeto y a distancia, lo cual no quiere decir que no las bandeara
cuando subía al campanario; había mozos que se colgaban de ellas para conseguir
darle la vuelta en una acción muchas veces temeraria según mi cobarde opinión.
Pero luego las abordaba junto al resto para intentar “encanarlas”. Significaba
que era tal la velocidad del volteo, que el badajo se mantenía sin tocar y
tañer al bronce.
Dispuesto a iluminar mi
ignorancia sobre la información obtenida, decidí que cuando el mósen, que viene
de fuera, tocara a misa el domingo, le esperaría y pediría permiso para subir
al campanario. Tal acción me libraría de posteriores posibles problemas. Así lo
hice y cuando salía de dar el primer toque, lo abordé realizando la petición y
el motivo que la inducía. “Soy nacido aquí y he subido cientos de veces al
campanario”. “Tenga cuidado que no se
como están las escaleras, prefiero que se caiga una campana a una persona”. “No
se preocupe, ahora voy por una linterna”. Así lo hice, más que nada para
tranquilidad de ambos ya que nunca empleábamos linterna alguna para subir o
bajar al campanario, aunque reconozco que existe un tramo bastante oscuro.
El abandono en el que encontré
tanto la escalera como el campanario es total. Las palomas, esos bichos por los
cuales sentimos tanta reverencia y admiración, los han colonizado y llenado de
sus mierdas, llamadas palomina. Construyen sus nidos en la escalera, -hallé dos
pichones ya grandes, hasta el punto que uno arreó escaleras abajo volando a
trompicones, y un nido con dos huevos-, y el campanario daba asco de como se
encontraba. Me resultó imposible poder discernir cualquier texto en alguna de
las campanas debido a las cagadas que sobre las mismas habían depositado las
piadosas aves. Como esperaba que de un momento a otro hiciera sonar el segundo
toque, esperé para que no me cogiera de improviso dándome un sobresalto. Tomé
algunas fotos del exterior y del interior, dando lástima las últimas. Pobres
campanas. Seguro que los anteriormente nombrados donantes, se revolverían en
sus tumbas de verlas en el estado actual; aunque ya lo harían cuando la citada
rogativa fue eliminada, desconozco el porqué.
Al bajar la escalera, tuve
oportunidad de fotografiar el nido con dos huevos y al palomo que había
quedado, y que como estaba a oscuras, no vio la mano que lo atrapaba; el flash
lo reflejó perfectamente en un rincón de los peldaños. Al llegar a la entrada
de la iglesia, el pichón ahuyentado volvió hacia la entrada de la escalera,
donde pende la cuerda para accionar el badajo de la campana de llamada a misa.
Como el tramo oscuro comienza allí, tengo para mí que el bicho la palmó pues no
sabría subir en busca de su hermano. No quise perseguirlo pues acudía personal
y pensarían mal, aunque seguro que más de uno me vio como ladrón de pichones,
ignorando el motivo de mi estancia allí. Esperé a que el cura viniera a dar el
tercer y último toque para darle las gracias pero en su lugar acudió un feligrés.
“Déjame, ya doy yo el tercer toque, que me hace ilusión” “Vengo por lo mismo”,
me contestó. “Pues démoslo al alimón”. Así, agarrados a la soga, lo hicimos
como dios manda, a la antigua; este cura, con siete u ocho badajazos, se
conforma y las mujeres no se enteran.
Para darle vueltas a esta, hay que echarle tres pares, por lo menos
De esta excursión saqué una
conclusión: hacienda tu amo te vea y si no, que te venda. Solo hay un problema:
la hacienda es de la iglesia excepto cuando hay que ponerlas, pues han de ser
los parroquianos o los gobiernos, en definitiva la ciudadanía, quienes con sus
dineros deben conservar los edificios. Son muy listos los curas, han puesto a su nombre
cuanto bien mueble o inmueble ha quedado al alcance de sus manos y luego lo han
vendido, como la casa parroquial del pueblo. Pasó a manos particulares sin
enterarse nadie de la venta ni del precio. Eso sí, el nuevo propietario es
primo hermano de un cura nacido en el pueblo. Al fin, todo queda en casa,
dineros incluidos.