Resumir en un folio
toda una vida de presencia permanente a nuestro lado, es imposible; da para muy
poco. Acaso alguna anécdota que por otra parte pudiera hacernos olvidar lo
esencial del amor que durante estos años nos has regalado. En la última etapa de
tu vida, has gozado de una tranquilidad espiritual que se os negó, a ti y a mi
madre, precisamente por mi culpa. Nunca te escuché la menor queja pues
estoicamente llevaste sobre tus hombros la carga de mi imprevista llegada.
Asumiste, como no podía ser menos en un hombre de bien, mi venida y aunque no
puedo concretar el momento exacto en el cual percibí que tú eras mi padre,
nunca olvidaré aquella canción que me cantabas acompañándote del violín y que
tantas veces habremos repetido a lo largo de los años: Vuela, vuela, palomita.
Y qué cosas ¿verdad? La técnica nos ha permitido rescatar esa melodía tantas
veces tarareada; forma parte de una película mejicana del año ¡1938!, Ora
Ponciano, dedicada a un torero y que te enseñé. No supe percibir la gravedad
del accidente, pero no olvido el coscorrón que te diste en la cabeza cuando
arrimando carbón para aquel monstruo de hierro sobre el cual galopabas, a punto
estuve de quedar huérfano sin haberte disfrutado. Siempre me perdonaste la
torpeza demostrada cuando, al quitarte a hurtadillas la bicicleta que empleabas
para ir al trabajo en la mina, te la devolvía con los frenos clavados en el
farol, cuando no, este roto. Imagino tu zozobra cuando fueron a buscarte al
trabajo para decirte que al mulo le había ocurrido un accidente labrando.
Creías que era yo el herido. Nunca me pediste explicaciones, pero padre, para
mí fue terrible, tenía 16 años. Se me escaparon los mulos y al llegar al pueblo
saltaron por encima de un montón de fiemo y el apero dio la voltereta hacia adelante
y…. Tus silencios nunca han sido intromisiones o reproches; te has multiplicado
y cuando te hemos necesitado, has sido nuestro apoyo seguro sin pedir nada a
cambio. Con los años, he percibido que cada vez me parecía más a ti. La sangre
y la herencia sin duda nos marcan el rumbo. Ahora, tras tu adiós definitivo, no
puedo por menos que sobreponerme a la tristeza y al vacío que tu ausencia deja
en nosotros y aunque parezca un disparate, felicitarme por haber tenido a mi
lado a un hombre cabal, honesto, trabajador y amante de los suyos. Siempre,
desde el principio hasta el final, te recordaré con amor. Gracias, Padre.
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