Conguito
Todos los años por esas fechas celebraban una romería en la
cual festejaban a la Virgen del Tremedal. Como todas las ermitas que se
preciaran, ésta estaba construida en lo más escarpado de la serranía y su
acceso solo permitía llegar a la misma andando o a caballo de algún animal.
Camino sinuoso, por llamarle de alguna forma pues más bien era un sendero de
cabras, lleno de curvas entre pinares y otros arbustos de alta montaña. Los
riscos de piedra caliza castigada por los hielos invernales a lo largo de los
siglos, habían sido transformados en aristas de punta roma y mucha grava a sus
pies.
Este año el día había salido gris, con la niebla ocultando la
cima de las montañas. No obstante, la experiencia y sabiduría de los ancianos
decía que, nunca en ese día, había dejado de brillar el sol a mediodía cuando
los romeros sacaban en procesión a la virgen alrededor de la ermita. No es que
el terreno permitiera muchas alegrías en el lugar, pero a lo largo de los años
habían conseguido, arañando la montaña en torno al santuario, un recorrido que
después de la ceremonia usaban para acomodarse en torno a una comida campera
previamente preparada. En tiempos no muy lejanos, hacían hogueras para asar
carne y elaborar paellas sin que jamás hubiera pasado nada. Ahora, estaba
prohibido encender fuego y hasta fumar. Esto último muy a rebronco de los
fumadores empedernidos que se perdían entre el pinar para soslayar la
prohibición.
Entre la marea de romeros, este año por vez primera, ascendía
junto a sus padres Lolo, como él decía llamarse cuando le preguntaban su nombre ¿y el papá? Joleles, aunque casi todos y de forma
cariñosa le llamaban Conguito. Era un rapaz rollizo, morenito de pasar todo el
día al sol y de pelo ensortijado, de ahí el mote. Un rato andando, poco, los
más a hombros de su padre u otros familiares. Le habían ofrecido cabalgar a
lomos de un borriquillo pero a Lolo le daba miedo y rehusó hacerlo. Cuando a
mitad de camino en un pequeño falso llano del terreno su familia se detuvo a
refrescarse, en medio del bullicio de gente que ascendía, Lolo sin darse cuenta
se vio apartado de sus padres y sin que ellos se apercibieran de su ausencia.
El niño trató de buscarlos pero a pesar de sus lloros, nadie le hizo caso y en
pocos minutos se hallaba solo y perdido entre los pinos. Al reiniciar el ascenso
y estrecharse todavía más el sendero, la cuadrilla creía que el niño lo
llevaban quienes iban delante y éstos los de atrás. Solo al llegar a la ermita
y reagruparse, echaron de menos a Lolo con la consiguiente desesperación de sus
padres y del resto de acompañantes. Dada la voz de alarma, una cuadrilla de
gente joven conocedora del terreno deshizo el camino andado hasta el lugar
donde creían se había extraviado el niño. Alguno de los romeros lo había visto,
pero no se preocuparon por atenderlo y llevarlo con ellos. Ahora lamentaban su
falta de atención y humanidad.
Organizaron una batida por la parte que ellos creían que
podía haber seguido e incluso alguno regresó al pueblo por si hubiera vuelto
por la vereda. Dado el tiempo transcurrido, cualquier lugar era bueno para que
se hubiera ocultado y, cansado, hasta podía haberse quedado dormido. Conforme
las horas pasaban sin hallarlo, crecía la desesperación entre sus padres y en
general, de todos. No, este día no estaba resultando feliz para nadie. Incluso
en la ermita se suspendieron todos los actos y comenzaron a rezar por el
hallazgo sin tardanza del niño perdido. Su madre lloraba desconsolada y por
extensión, entre todos cundía poco a poco el desánimo y la pesadumbre. Ya la
tarde se iba apoderando de los pinares y las sombras cubrían poco a poco los
mismos. La gente volvía mohína y entristecida al pueblo mientras en el pinar
quedaron todos los capaces de no perderse en el mismo, en previsión de que las
desgracias se incrementaran.
Fueron muchos los que regresaron provistos de linternas para
seguir la búsqueda una vez el sol se hubiera ocultado. Aquella iba a ser una
noche amarga y demasiado larga para todos. Las autoridades dieron parte a la
capital para que acudieran gentes capacitadas con medios para el rastreo, pero
tardarían en llegar.
Lolo, una vez se detuvieron en el ascenso, la curiosidad le
hizo acercarse a otros caminantes y a otros niños. Sin darse cuenta, ni él ni
el resto, se alejó de sus padres y cuando quiso darse cuenta, se encontró
desorientado y perdido. Comenzó a llorar y a llamar a su madre, pero otros
niños mayores que él que subían corriendo y jugando, lo apartaron y tiraron
fuera del camino hacia un pequeño barranco que quedaba oculto de la vista de
quienes ascendían. Quedó momentáneamente aturdido y una vez pasado el susto,
comenzó a caminar por donde más fácil le era, unas veces subía y otras bajaba,
pero alejándose del lugar en que se había extraviado. Sin embargo sus lloros y
lamentos no cayeron en el vacío; quienes eran habituales moradores del bosque,
alerta desde muy temprano por las bullas de las gentes que ascendían en
romería, enseguida se percataron de los mismos y si bien despacio, fueron
acercándose con cautela al lugar de donde procedían.
Los cazadores tenían controlada a una familia de lobos que se
alimentaban de la caza sin atacar nunca al ganado ni a las personas, por este
motivo, los respetaban y no perseguían. Siempre había alguna pieza desvalida a
la que hincarle el diente. Corzos, gamos o ciervos y algún jabalí herido por el
disparo de algún mal cazador, eran presa si bien no cotidiana, si suficiente
para satisfacer el hambre de la jauría. Aunque no era lo normal, tampoco era
una excepción el hecho de que en aquellos pinares y al abrigo de sus abruptos
riscos, algún lobo vagabundo morara temporalmente en los mismos. Y para mala suerte del niño, alguno había
rondando en esos días las umbrías y roquedales.
Ya a punto de anochecer, Lolo alcanzó el punto más arisco de la montaña;
unos elevados riscos flanqueaban un pequeño sendero trillado por la caza y el
ganado. En ese punto, aparecieron dos lobos simultáneamente: uno al frente y
otro a su espalda. Guau, guau, exclamó creyéndolos perros y extendiendo su mano
hacia ellos. Pero no era así. El que ya llevaba rato rastreándolo, era un lobo
solitario de una estampa feroz; pelo oscuro, ojos brillantes y fríos,
terroríficos, enseñando una quijada que a un adulto le hubiera paralizado de
terror. Le llamaremos Diablo. El otro, no menor en tamaño, moraba en la montaña
donde tenía a su pareja y dos cachorros en una lobera. Las patas, parecían
calzar botines blancos y grises y su estampa, aunque más amable, no causaba
menos pavor al enseñar sus dientes y gruñir cara al otro animal. Le llamaremos
Botines. Parecía que ambos deseaban el mismo trofeo por lo que la lucha entre
ellos se hacía inevitable. Se desentendieron del niño y comenzaron a estudiarse
girando sobre sí mismos. Botines, temiendo por su camada, se abalanzó sobre
Diablo lanzando dentelladas a diestro y siniestro en tanto Diablo respondía de
la misma manera. Se revolcaban por el suelo y tras unos minutos encorajinados,
ninguno daba muestras de ceder en sus pretensiones. En un momento dado, Diablo
atrapó entre sus mandíbulas una pata delantera de su oponente, a la altura del
omoplato. Pero fue su perdición; Botines haciendo un esfuerzo supremo en medio
de su dolor, atrapó el gaznate de su rival, hizo presa en el y ya no lo soltó
hasta que, exánime, Diablo aflojó la presión sobre su pata. Necesitó un tiempo
para recuperar el aliento en tanto que Lolo, alucinado por lo que acababa de
presenciar, en una acción de desconocimiento y candidez, se acercó a Botines y
le pasó su mano por el lomo. La reacción fue la esperada pero sin atacar al niño: gruñó y le enseño
los dientes en señal de amenaza; a Lolo no le dijo nada este mensaje y siguió
acariciándolo.
En el pueblo, ya entrada la noche, la madre de "Conguito" necesitó
asistencia médica. En general, todos estaban llenos de temor y miedo por lo que
pudiera haberle pasado al niño. Las batidas se sucedían incansables sobre el
terreno, pero resultaban infructuosas. Avanzada la medianoche, hallaron un
zapato del pequeño y si bien albergaron alguna esperanza ya que era una pista
concreta a seguir, por otra parte cundía la desmoralización, pues cabía la
posibilidad de que alguna alimaña hubiera dado con él. Una luna tardana y en
menguante iluminó tenuemente los pinares y escarpas. Al amanecer llegaron las
fuerzas de rastreo con perros amaestrados que fueron puestos sobre el lugar
donde hallaron el zapato. Tras muchas idas y venidas, los perros quedaron
desorientados e inservibles. Sus dueños, no podían dar crédito a esta actuación
de los canes. No entendemos nada, parece como si el niño se hubiera dedicado a
vagabundear por el bosque a fin de despistar a los sabuesos. Alguno de los
perros pastores del pueblo, sin embargo, más adaptados al terreno, comenzó a
ladrar y seguir lo que, en apariencia, parecía ser un rastro verosímil. Les
estaba resultando duro y difícil el seguimiento pues acabaron de la misma forma.
La explicación a tanto misterio se hallaba en un jabato: halló el zapato
perdido por el niño en el lugar de la pelea y lo paseó en su boca por todo el
pinar durante la noche; cuando se topó con las batidas de búsqueda, asustado,
soltó el zapato y salió huyendo despavorido. Este incidente, con seguridad
alejó a los buscadores de la ruta seguida por Lolo. Cuando ya el sol había
vencido a la noche y la luminosidad rendía a la penumbra en el pinar, se
reunieron todos los responsables de los retenes de búsqueda con el fin de
organizar y encauzar el rastreo de una manera inequívoca en todo el terreno que
se explorara: hay que tener el convencimiento de que por donde hayamos pasado
no cabe ninguna duda sobre la posibilidad de dejarnos atrás al niño.
Posiblemente esté dormido y no nos va a oír; visión y alerta máxima.
Cuando Botines se recuperó, atrapó a Lolo cual si hubiera
sido un cachorro y a pesar de la cojera y del dolor que sentía, lo trasladó
hasta su cercana lobera. No estaba muy distante, a los pies de unos riscos y en
una pequeña oquedad de los mismos. Los retoños ya le esperaban y la loba se
quedó sorprendida e indecisa al comprobar la presa cobrada. Nunca habían
atacado a un humano y menos a uno como éste, que estaba vivo y se puso, nada
más llegar y ser posado en el suelo, a jugar con los lobeznos. Aquello le dio
mala espina. Estaban en peligro todos, ellos y sus hijos, pues los padres no
dejarían de remover las piedras si necesario fuera hasta encontrar al retoño.
Eso parecía decirle a su pareja tan pronto descargó al niño en el suelo.
Debemos abandonar rápidamente la cueva o
matarán a nuestras crías. No temas, no haremos ningún daño al niño. A la mañana
lo llevaré hasta donde lo he encontrado y atraeré a los humanos. Una vez
hallado, nos dejarán en paz. Así lo harían. Lolo se durmió junto a los dos lobeznos
y la madre le dio calor igual que a sus hijos. Pero no contaban con Diablo. A
duras penas se había recuperado y hallado la lobera. Cuando de madrugada
intentó atacar a la familia de lobos, la respuesta de la madre fue fulminante:
una dentellada a la yugular, como una tenaza, y sacudiendo la cabeza lo arrojó
por el acantilado. Esa sería la primera pista encontrada por los batidores:
hallaron a Diablo muerto al amanecer. Dedujeron que arriba se había producido
una pelea y volviendo, buscaron la manera de llegar allí. Botines coligió que
era hora de alejarse dejando al niño allí dormido. Pero despertó. Guau, guau.
Mientras la loba se alejaba con los lobeznos, Botines siguió junto al niño pues
de lo contrario los seguiría o podría precipitarse al vacío. Cuando el padre de
Lolo avistó la cueva, Botines creyó debía marchar, dando lugar a que el padre de
Lolo lo viera alejarse. El hombre, abrazó al niño y éste, señalando al lobo
dijo: “papa mila, guau, guau.”
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