Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

jueves, 13 de junio de 2013

Nostalgias viajeras

En un rincón del granero de la vieja casa del pueblo, se encuentran amontonados de cualquier manera y llenos de polvo, junto a otros enseres en desuso, dos viejos compañeros de viaje. De vez en cuando recuerdan con nostalgia los buenos viejos tiempos en los cuales, ambos eran imprescindibles para cualquier desplazamiento. El más antiguo, se vanagloriaba de haber conocido mucho mundo y sobrevivido en buenas condiciones a tanto trajín. El otro, más modesto, no se recataba tampoco en presumir de sus aventuras.

-Verás, -le contaba ufano el viejo trotamundos a su compañero-, cuando partí acompañando a mi dueño en la vieja diligencia, conocí a otros viajeros que procedían de sitios diferentes e iban a realizar trayectos nada relevantes. Los había que iban de un lugar a otro, guardados en sus correspondientes cajas o estuches, de fiesta en fiesta, y el resto dedujimos que su vida era de lo más divertida acompañando a músicos, gaiteros o comediantes, que de todo había. Aquellos instrumentos de música se vanagloriaban de haber acompañado en sus canciones y bailes a famosas cupletistas como La Fornarina o Raquel Meller, y otras artistas que marcaron época. Mi dueño pegó en mi interior fotos y postales de ellas que todavía conservo en buen estado y que luego en el frente contemplarían arrobados los reclutas. La gaita se quejaba de ser la que más trabajaba pues todos querían tocarla. Otros, llevaban una vida más anodina: se limitaban a acompañar a sus dueños repletos de muestras y géneros para la venta; eran viajantes de profesión por lo que quedaban lejos del bullicio de los titiriteros. Al contarles cual era mi destino, todos se morían de envidia ¡¡Qué suerte!! decían, vas a conocer nuevos mundos; y qué razón tenían. Sabes bien, porque lo he comentado muchas veces contigo, que en aquellos años todavía no circulaba el ferrocarril y el viaje en diligencia se prolongaba días y días. Nos costó lo suyo llegar a San Fernando, en Cádiz, medio derrengados de tanto traqueteo; más tarde nos embarcaron con destino a Cuba. Aquél vapor, el san Juan Nepomuceno, partió atiborrado de soldados hasta la bandera; destinados a una guerra que estaban librando las tropas españolas contra sus habitantes y otros mercenarios que luchaban por la independencia. Algún pez gordo también embarcó, pero estos no se mezclaban con la plebe y sus servidores, miraban por encima del hombro a los demás. Ni el equipaje  lo juntaron con el resto, para no rozarse y pillar alguna piojina.

-Pues cuando a mí se me llevaron, -recuerda que tú ya hacía años habías vuelto jubilado con honores-, ya circulaba el ferrocarril y nos facturaron a Calatayud y Zaragoza. Corrimos media España y también nos llevaron a embarcar a Málaga. Luego en el barco, qué mareo; íbamos rodando por cubierta de lado a lado, menos mal que nos libramos de caer al mar.

-Anda pues si llega a tener el viaje la duración que el nuestro… Dos meses lo menos nos costó arribar y eso con gran peligro pues había barcos americanos, -de esos que dicen ser hoy amigos nuestros y que fueron los que iniciaron de forma cobarde el conflicto-, esperando nuestra llegada con el sano interés de enviarnos a pique. Menos mal que escapamos y llegamos a tierra. Pero qué ajetreo; continuamente de aquí para allá, tiros, ¡¡fuego!!, siempre con el temor de convertirnos en pavesas y sin poderlo evitar ni salir corriendo. Cuando la batalla se calmaba, los soldados se relajaban de tanta muerte y destrucción. No puedo dar mucha fe de aquella tierra pues nuestra movilidad era nula y los soldados bastante tenían con salvar el pellejo. Eso sí, te puedo decir que el clima no tiene nada que ver con el de aquí. Nosotros tuvimos suerte y tras dos años de vagabundeo, atemorizados por tanta inquina entre los combatientes y el hambre y las penalidades, un día nos volvieron a embarcar rumbo a España, no sin el temor de que el amigo americano o los corsarios ingleses nos enviaran a dar cobijo a los corales. En mi interior conservo recuerdos de la estancia en la isla que por entonces la denominaban “La perla del Caribe”. La cual perdimos pues los americanos se comieron la ostra y se quedaron con la perla.

-Nuestra suerte no fue tan mala ni movida, aunque había mucha tensión con los nativos. Yo, como soy más liviano y manejable, solo me separaba lo imprescindible de mi compañero. En los viajes en tren, trabé amistad con otros viajeros que llevaban el mismo destino. Mas como bien sabes, debemos acatar nuestro acomodo y quedarnos donde nos dejan. Mi dueño, en la ida, se había provisto de abundante suministro alimentario y como es natural, al principio le crecieron los amigos con el sano interés de probar algo, mas luego no me quitaba la vista de encima por temor a que desapareciéramos continente y contenido; solo cuando el jamón y los chorizos se acabaron, tuvo más tranquilidad. Una vez en Melilla, que fue el destino final, permanecimos tres años sin volver a casa. A mi dueño le pasaron cosas como a todos pero lo peor fue el día de la jura de bandera; estando ya formados la tripa se le descompuso, “Mi sargento que me rilo garras abajo”, “Pues si te vas de la formación y no juras bandera, hasta la próxima seguirás de recluta”. Y ocurrió lo inevitable, se fue por las cataratas abajo, pero juró bandera.

-Calla ahora, que sube la dueña al granero.

-Abuela, la de trastos y cachivaches que guardas aquí. Podías hacer limpieza.

-Hay hija es que me hace duelo tirar estas cosas que están llenas de recuerdos. Mira ves ese baúl, ábrelo y verás que tiene escritos de hace muchos años, de cuando el abuelo Galindo fue a la guerra de Cuba.

-Anda que no hace años de eso… ¿y este arcón?

-Lo llevó el abuelo Ramón a la mili cuando fue a África. En el hasta hay fotos de artistas de la época. Y un manuscrito  contando las peripecias del viaje de ida hasta Melilla. Y falta la maleta de tu padre, cuando partió a Francia, a la vendimia. Al regresar, se la robaron en la estación de Zaragoza. Menos mal que las cuatro perras que traía las llevaba bien guardadas que si no, para ese viaje no necesitaba alforjas.

-Abuela, ahora ya no somos emigrantes, solo tenemos movilidad exterior. Mira si hemos ganado.

-Hija, pues aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

Una vez las visitantes del granero hubieron desaparecido, una vieja y espaciosa canasta de mimbres que hasta ese momento había permanecido callada, no pudo aguantar más y explotó:

-Sois unos engreídos y unos petulantes; os creéis que por viajar por el mundo los demás debemos rendiros pleitesía y escuchar vuestras rancias batallitas en tanto nos ignoráis. Habéis de saber que aquí, sin salir de casa, también hemos rendido un buen servicio continuo a la familia. Yo he guardado en mi interior la ropa de todas esas personas en tanto vosotros os paseabais por el mundo. ¡Egoístas! ¡Machistas! Ni que fueran los reyes del mambo….
(Jo, en todas partes cuecen habas...)