Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

domingo, 14 de julio de 2013

CONGÜITO



Conguito
Todos los años por esas fechas celebraban una romería en la cual festejaban a la Virgen del Tremedal. Como todas las ermitas que se preciaran, ésta estaba construida en lo más escarpado de la serranía y su acceso solo permitía llegar a la misma andando o a caballo de algún animal. Camino sinuoso, por llamarle de alguna forma pues más bien era un sendero de cabras, lleno de curvas entre pinares y otros arbustos de alta montaña. Los riscos de piedra caliza castigada por los hielos invernales a lo largo de los siglos, habían sido transformados en aristas de punta roma y mucha grava a sus pies.
Este año el día había salido gris, con la niebla ocultando la cima de las montañas. No obstante, la experiencia y sabiduría de los ancianos decía que, nunca en ese día, había dejado de brillar el sol a mediodía cuando los romeros sacaban en procesión a la virgen alrededor de la ermita. No es que el terreno permitiera muchas alegrías en el lugar, pero a lo largo de los años habían conseguido, arañando la montaña en torno al santuario, un recorrido que después de la ceremonia usaban para acomodarse en torno a una comida campera previamente preparada. En tiempos no muy lejanos, hacían hogueras para asar carne y elaborar paellas sin que jamás hubiera pasado nada. Ahora, estaba prohibido encender fuego y hasta fumar. Esto último muy a rebronco de los fumadores empedernidos que se perdían entre el pinar para soslayar la prohibición.
Entre la marea de romeros, este año por vez primera, ascendía junto a sus padres Lolo, como él decía llamarse cuando le preguntaban su nombre ¿y el papá? Joleles, aunque casi todos y de forma cariñosa le llamaban Conguito. Era un rapaz rollizo, morenito de pasar todo el día al sol y de pelo ensortijado, de ahí el mote. Un rato andando, poco, los más a hombros de su padre u otros familiares. Le habían ofrecido cabalgar a lomos de un borriquillo pero a Lolo le daba miedo y rehusó hacerlo. Cuando a mitad de camino en un pequeño falso llano del terreno su familia se detuvo a refrescarse, en medio del bullicio de gente que ascendía, Lolo sin darse cuenta se vio apartado de sus padres y sin que ellos se apercibieran de su ausencia. El niño trató de buscarlos pero a pesar de sus lloros, nadie le hizo caso y en pocos minutos se hallaba solo y perdido entre los pinos. Al reiniciar el ascenso y estrecharse todavía más el sendero, la cuadrilla creía que el niño lo llevaban quienes iban delante y éstos los de atrás. Solo al llegar a la ermita y reagruparse, echaron de menos a Lolo con la consiguiente desesperación de sus padres y del resto de acompañantes. Dada la voz de alarma, una cuadrilla de gente joven conocedora del terreno deshizo el camino andado hasta el lugar donde creían se había extraviado el niño. Alguno de los romeros lo había visto, pero no se preocuparon por atenderlo y llevarlo con ellos. Ahora lamentaban su falta de atención y humanidad.
Organizaron una batida por la parte que ellos creían que podía haber seguido e incluso alguno regresó al pueblo por si hubiera vuelto por la vereda. Dado el tiempo transcurrido, cualquier lugar era bueno para que se hubiera ocultado y, cansado, hasta podía haberse quedado dormido. Conforme las horas pasaban sin hallarlo, crecía la desesperación entre sus padres y en general, de todos. No, este día no estaba resultando feliz para nadie. Incluso en la ermita se suspendieron todos los actos y comenzaron a rezar por el hallazgo sin tardanza del niño perdido. Su madre lloraba desconsolada y por extensión, entre todos cundía poco a poco el desánimo y la pesadumbre. Ya la tarde se iba apoderando de los pinares y las sombras cubrían poco a poco los mismos. La gente volvía mohína y entristecida al pueblo mientras en el pinar quedaron todos los capaces de no perderse en el mismo, en previsión de que las desgracias se incrementaran.
Fueron muchos los que regresaron provistos de linternas para seguir la búsqueda una vez el sol se hubiera ocultado. Aquella iba a ser una noche amarga y demasiado larga para todos. Las autoridades dieron parte a la capital para que acudieran gentes capacitadas con medios para el rastreo, pero tardarían en llegar.
Lolo, una vez se detuvieron en el ascenso, la curiosidad le hizo acercarse a otros caminantes y a otros niños. Sin darse cuenta, ni él ni el resto, se alejó de sus padres y cuando quiso darse cuenta, se encontró desorientado y perdido. Comenzó a llorar y a llamar a su madre, pero otros niños mayores que él que subían corriendo y jugando, lo apartaron y tiraron fuera del camino hacia un pequeño barranco que quedaba oculto de la vista de quienes ascendían. Quedó momentáneamente aturdido y una vez pasado el susto, comenzó a caminar por donde más fácil le era, unas veces subía y otras bajaba, pero alejándose del lugar en que se había extraviado. Sin embargo sus lloros y lamentos no cayeron en el vacío; quienes eran habituales moradores del bosque, alerta desde muy temprano por las bullas de las gentes que ascendían en romería, enseguida se percataron de los mismos y si bien despacio, fueron acercándose con cautela al lugar de donde procedían.
Los cazadores tenían controlada a una familia de lobos que se alimentaban de la caza sin atacar nunca al ganado ni a las personas, por este motivo, los respetaban y no perseguían. Siempre había alguna pieza desvalida a la que hincarle el diente. Corzos, gamos o ciervos y algún jabalí herido por el disparo de algún mal cazador, eran presa si bien no cotidiana, si suficiente para satisfacer el hambre de la jauría. Aunque no era lo normal, tampoco era una excepción el hecho de que en aquellos pinares y al abrigo de sus abruptos riscos, algún lobo vagabundo morara temporalmente en los mismos.  Y para mala suerte del niño, alguno había rondando en esos días las umbrías y roquedales.
Ya a punto de anochecer, Lolo alcanzó el punto más arisco de la montaña; unos elevados riscos flanqueaban un pequeño sendero trillado por la caza y el ganado. En ese punto, aparecieron dos lobos simultáneamente: uno al frente y otro a su espalda. Guau, guau, exclamó creyéndolos perros y extendiendo su mano hacia ellos. Pero no era así. El que ya llevaba rato rastreándolo, era un lobo solitario de una estampa feroz; pelo oscuro, ojos brillantes y fríos, terroríficos, enseñando una quijada que a un adulto le hubiera paralizado de terror. Le llamaremos Diablo. El otro, no menor en tamaño, moraba en la montaña donde tenía a su pareja y dos cachorros en una lobera. Las patas, parecían calzar botines blancos y grises y su estampa, aunque más amable, no causaba menos pavor al enseñar sus dientes y gruñir cara al otro animal. Le llamaremos Botines. Parecía que ambos deseaban el mismo trofeo por lo que la lucha entre ellos se hacía inevitable. Se desentendieron del niño y comenzaron a estudiarse girando sobre sí mismos. Botines, temiendo por su camada, se abalanzó sobre Diablo lanzando dentelladas a diestro y siniestro en tanto Diablo respondía de la misma manera. Se revolcaban por el suelo y tras unos minutos encorajinados, ninguno daba muestras de ceder en sus pretensiones. En un momento dado, Diablo atrapó entre sus mandíbulas una pata delantera de su oponente, a la altura del omoplato. Pero fue su perdición; Botines haciendo un esfuerzo supremo en medio de su dolor, atrapó el gaznate de su rival, hizo presa en el y ya no lo soltó hasta que, exánime, Diablo aflojó la presión sobre su pata. Necesitó un tiempo para recuperar el aliento en tanto que Lolo, alucinado por lo que acababa de presenciar, en una acción de desconocimiento y candidez, se acercó a Botines y le pasó su mano por el lomo. La reacción fue la esperada  pero sin atacar al niño: gruñó y le enseño los dientes en señal de amenaza; a Lolo no le dijo nada este mensaje y siguió acariciándolo.
En el pueblo, ya entrada la noche, la madre de "Conguito" necesitó asistencia médica. En general, todos estaban llenos de temor y miedo por lo que pudiera haberle pasado al niño. Las batidas se sucedían incansables sobre el terreno, pero resultaban infructuosas. Avanzada la medianoche, hallaron un zapato del pequeño y si bien albergaron alguna esperanza ya que era una pista concreta a seguir, por otra parte cundía la desmoralización, pues cabía la posibilidad de que alguna alimaña hubiera dado con él. Una luna tardana y en menguante iluminó tenuemente los pinares y escarpas. Al amanecer llegaron las fuerzas de rastreo con perros amaestrados que fueron puestos sobre el lugar donde hallaron el zapato. Tras muchas idas y venidas, los perros quedaron desorientados e inservibles. Sus dueños, no podían dar crédito a esta actuación de los canes. No entendemos nada, parece como si el niño se hubiera dedicado a vagabundear por el bosque a fin de despistar a los sabuesos. Alguno de los perros pastores del pueblo, sin embargo, más adaptados al terreno, comenzó a ladrar y seguir lo que, en apariencia, parecía ser un rastro verosímil. Les estaba resultando duro y difícil el seguimiento pues acabaron de la misma forma. La explicación a tanto misterio se hallaba en un jabato: halló el zapato perdido por el niño en el lugar de la pelea y lo paseó en su boca por todo el pinar durante la noche; cuando se topó con las batidas de búsqueda, asustado, soltó el zapato y salió huyendo despavorido. Este incidente, con seguridad alejó a los buscadores de la ruta seguida por Lolo. Cuando ya el sol había vencido a la noche y la luminosidad rendía a la penumbra en el pinar, se reunieron todos los responsables de los retenes de búsqueda con el fin de organizar y encauzar el rastreo de una manera inequívoca en todo el terreno que se explorara: hay que tener el convencimiento de que por donde hayamos pasado no cabe ninguna duda sobre la posibilidad de dejarnos atrás al niño. Posiblemente esté dormido y no nos va a oír; visión y alerta máxima.
Cuando Botines se recuperó, atrapó a Lolo cual si hubiera sido un cachorro y a pesar de la cojera y del dolor que sentía, lo trasladó hasta su cercana lobera. No estaba muy distante, a los pies de unos riscos y en una pequeña oquedad de los mismos. Los retoños ya le esperaban y la loba se quedó sorprendida e indecisa al comprobar la presa cobrada. Nunca habían atacado a un humano y menos a uno como éste, que estaba vivo y se puso, nada más llegar y ser posado en el suelo, a jugar con los lobeznos. Aquello le dio mala espina. Estaban en peligro todos, ellos y sus hijos, pues los padres no dejarían de remover las piedras si necesario fuera hasta encontrar al retoño. Eso parecía decirle a su pareja tan pronto descargó al niño en el suelo. Debemos abandonar  rápidamente la cueva o matarán a nuestras crías. No temas, no haremos ningún daño al niño. A la mañana lo llevaré hasta donde lo he encontrado y atraeré a los humanos. Una vez hallado, nos dejarán en paz. Así lo harían. Lolo se durmió junto a los dos lobeznos y la madre le dio calor igual que a sus hijos. Pero no contaban con Diablo. A duras penas se había recuperado y hallado la lobera. Cuando de madrugada intentó atacar a la familia de lobos, la respuesta de la madre fue fulminante: una dentellada a la yugular, como una tenaza, y sacudiendo la cabeza lo arrojó por el acantilado. Esa sería la primera pista encontrada por los batidores: hallaron a Diablo muerto al amanecer. Dedujeron que arriba se había producido una pelea y volviendo, buscaron la manera de llegar allí. Botines coligió que era hora de alejarse dejando al niño allí dormido. Pero despertó. Guau, guau. Mientras la loba se alejaba con los lobeznos, Botines siguió junto al niño pues de lo contrario los seguiría o podría precipitarse al vacío. Cuando el padre de Lolo avistó la cueva, Botines creyó debía marchar, dando lugar a que el padre de Lolo lo viera alejarse. El hombre, abrazó al niño y éste, señalando al lobo dijo: “papa mila, guau, guau.”