Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

jueves, 23 de octubre de 2014

EM III

De todo en esta vida se obtienen resultados, positivos o negativos, depende. De un ingreso en un hospital también. Es una gran cabronada máxime cuando ingresas para una exploración pues los médicos desconocen la causa de tu dolencia. Quizá la familia lo sufra más que el enfermo.

En mi caso, lo negativo lo arrastraba al entrar. ¿Positivo? Quizá nada, pero anécdotas, sí. Como yo era un ingresado con movilidad total, pues llegué a aprender a jugar al mus. Un enfermero del turno de noche sabía jugar, mi compañero de habitación, el diabético, también; no recuerdo si alguien más. El caso es que por la noche en el lugar para las visitas, montábamos la timba; enseguida le pillé el truco al juego y le ganaba a farolero y las perras también al maestro.

Otro recuerdo, lamentable por los enfermos. Dos chicos jóvenes en pocos meses cayeron de ser hombres vitales a una ruina humana. Uno de ellos en silla de ruedas, inválido total en todos los sentidos de su joven cuerpo; ni habla ni nada, solo la baba que le escurría de la boca. El otro, un poco más válido, pero siguiendo el mismo camino. Aquél todavía podía hablar algo y jugar al ajedrez. Cuando se juntaban, se miraban y no dejaban de reírse. Ironías salvajes de la vida.

Luego me cambiaron de habitación para meter a un cura allí y yo a otra de cuatro camas. En ella había o trajeron a un señor que se ahogaba, no podía respirar por algún motivo misterioso. Pobre, ¡qué gran putada! Solo tenía descanso cuando dormía. La respiración se le regularizaba y dormía como un bebé. ¡Qué gran misterio encierra el cuerpo humano con todos sus  embrollos físicos y sicológicos! A otro le metieron aire en la columna para facilitar la exploración. Otra inmensa cabronada.

Las secuelas negativas, nunca puede haber secuelas positivas en una enfermedad, las he arrastrado desde entonces. Falta de fuerza en la pierna derecha, de sensibilidad en la izquierda, problemas con la tripa por falta de dominio en el esfínter anal, ruidos en los oídos que se incrementan cuando me enfrío, la orina me apremia y en general pues todo va degenerando poco a poco pero de una forma casi diría que natural.

Por dos ocasiones,  con unos diez años de diferencia entre ambas, volví a hacerme un reconocimiento de manera voluntaria. No hallaron nada especial, incluso el neurólogo dudaba de que, realmente, mi enfermedad fuera esclerosis múltiple pues habían pasado los años sin haber sufrido una recaída que me hubiera dejado hecho una piltrafa. Éste médico, era uno de los que acompañaba al especialista, el Dr. Oliveros, en mi primera estancia en el hospital.

Toda mi vida laboral la he pasado con el miedo a esa espada de Damocles pendiente de mí e intentando aparentar la mayor normalidad posible aunque la cojera, era indisimulable. Fruto de los desajustes de mi organismo y los nervios pasados en el trabajo -no diré tu nombre pero ojalá te pudras en vida, cabrón- hube de bajarme en varias ocasiones del autobús. Al final opté, para tranquilidad de mi mente y de mi cuerpo, emplear el coche como medio de transporte para ir al trabajo. Tampoco en casa, en ese caso, obtuve mucho apoyo que digamos.