Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

viernes, 27 de febrero de 2015

LA CIUDAD Y LOS PERROS

Cuando hace muchos años cayó en mis manos un libro del escritor Mario Vargas Llosa, La Ciudad y los perros, creo me ocurrió lo mismo que si lo leyera hoy, no me enteré de la misa la mitad. Solo recuerdo a uno de los protagonistas: al poeta Vallano. Habrá mucha gente que lo haya leído, y comprendido, y mucha más a la que este título le sonará a charanga malsonante. (A propósito de Mario, busco el libro y lo encuentro en PDF; solo leo las primeras líneas y comprendo el desconcierto: el vocabulario empleado difiere en mucho del que yo, y conmigo media España, usaba en aquel tiempo e incluso ahora; cuadra, era como denominábamos al lugar donde las caballerías permanecían estabuladas y otras muchas palabras que al adentrarse en el libro suenan desconocidas, etc. Los motes no suenan tan descabellados una vez te acostumbras a ellos). Con La Fiesta del Chivo, me ocurrió otro tanto o quizá más: me defraudó lisa y llanamente; mucha garafolla que si bien demostrará alguna de las buenas cualidades del escritor, a mí me dejó frío y con ganas de que acabara el libro. Pasaba páginas enteras sin leer. Y eso no es bueno. No me cabe duda de que es mío el problema, me falta cultura y capacidad de asimilación de los contenidos pues un Nobel es un nobel, aunque la plebe seamos incapaces de comprender tanto rodeo y palabrería inicua como la descrita en la mayoría de sus libros. Comprendo mejor a una colmena de abejas, al menos producen miel, que a espíritus evanescentes que pululan entre edificios de papel.

Me ocurrió lo contrario cuando leí la obra de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla. Prácticamente un monólogo autobiográfico que más bien se bebe, no resulta monótono y te impregna cuando te sumerges en él. Magnífica.  Lo mismo que en otros   libros como  Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera. Sin duda, hay Nobeles y noveles.

Y todo esto a raíz de una mojiganga que me ha invadido respecto a los susodichos canes. A pesar de los múltiples inconvenientes que antes de empezar, me asaltan y trastornan: la tenencia o adopción de uno de ellos. Admito que su compañía puede ser beneficiosa para evitar hablar solo o a la botella, -algún expresidente puede hallarse en el mismo dilema-, qué más da lo que contenga; al menos te prestará atención mientras le diriges la palabra y sobre todo mantengas en tu mano el premio o la chuche por hacerlo; la mayoría son más listos que sus dueños.
 
Puestos a divagar por internet sobre el asunto, visito numerosas webs dedicadas a la venta y adopción de chuchos y mininos. En ellas hay dos posibilidades: comprar bichos por una cantidad desorbitada de dinero  o adoptar uno gratis, eso sí, pagando los gastos que hasta ese momento ha acarreado. El primer caso lo descarto. Provengo de una cultura y un lugar en el que los perros, se tenían por necesidad o bien para cazar o para el ganado y quien deseaba uno concreto, lo pedía al amigo o al vecino cuando su perra paría una camada. El resto, era desechado. No se podían tener tantos perros ni caparlos para impedir que las hembras parieran. No había disyuntiva moralista: se permitía que tuvieran relaciones sexuales a cambio de eliminar los perros recién nacidos. ¿Es mejor castrarlos o esterilizarlos? Eso es mutilación.

En cuanto a los gatos sucedía igual, con la particularidad de que hoy, no hay perros sueltos vagabundeando mientras gatos, montones de ellos. No los admiten en casa, pero los mantienen fuera. Antes debían ganarse el pan, ahora solo se dedican a la indolencia y a tomar el sol. Por ello, me resulta chocante la adopción de mininos. Se han vuelto tan urbanitas y vagos, que son incapaces de buscar el sustento. Valga un ejemplo: al final del verano, en el pueblo, abandonaron uno de esos gatos grises y bonitos. Acostumbrado a que todo se lo dieran, no tardó en quedarse en los huesos; mas el espíritu de supervivencia y la necesidad se impusieron y a la siguiente primavera estaba lozano y bien alimentado.

Volvamos al título del desvarío. La ciudad se ha convertido en una inmensa perrera. Faltan niños y sobran perros porque a las familias les resulta más cómodo y ¿barato? tener un perro o incluso dos, que traer niños al mundo. Esos animales tan grandes que conviven en un piso, quizá reducido, con las personas, por mucho amor que se deposite en ellos, deben crear infinidad de inconvenientes que he tenido ocasión de comprobar al visitar casas de familiares que los poseen. En último extremo, del perro nos podemos deshacer si no nos cuadra, -por eso las perreras están llenas de animales abandonados-, pero de un niño, salvo algunos desalmados descerebrados, no se desprende nadie.

Se me olvidaba: las asociaciones de acogida y adopción de animales, tienen unos contratos tan draconianos para optar a ello, que muchos presuntos adoptantes se echarán atrás al leerlas. Un can, si es de raza nadie se deshace de él por la pasta gansa que le ha costado y si la paga nadie le pide explicaciones. Pero no comprendo tantas exigencias en el caso de la adopción de un chucho, si te comprometes a mantenerlo, cuidarlo y llevarlo al veterinario cuando lo necesite ¿A quin sant exigeixen tantes clàusules de salvaguarda? Por cierto que es muy laudatoria la dedicación de estas personas, la mayoría voluntarias, al cuidado y recuperación de animales enfermos, heridos o sanos con el fin de hallarles una casa de acogida o al menos, librarlos de la muerte

Más vale tener un perro que tener una mujer. Cuanto más tarde vuelves a casa, más contento se pone y además, no te pide explicaciones.