Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

lunes, 30 de marzo de 2015

HISTORIAS DE LA PUTA MILI


        -Recuerdo aquella vez cuando una noche haciendo guardia en el Pirineo, un soldado sorprendió  a un guerrillero…

         -Venga abuelo, que ya lo sabemos de memoria…
       ¿No les ha pasado a ustedes nunca que, llevados de la emoción del momento, pierden la noción del tiempo y del espacio y cual abuelo Cebolleta se lanzan a desgranar sus andanzas en tal o cual epopeya? Hasta es muy posible que una vez desbocada la imaginación, mezclando churras con merinas, hagamos un mosaico de nuestros pensamientos mezclándolo todo tal y como en nuestra mente se viene hilvanando. Y es que como le dije a mi jefe una vez, cuando se lamentaba porque “lo echaban” de la empresa forrado de millones y con un fondo de pensiones para vivir de fijo en el Caribe: “sr. De la Peña, nosotros solo tenemos historia”. Qué verdad es. Habrá quienes, la mayoría, se estrujarán, o no, el magín y escribirán una fábula llena de poesía cuando esa posibilidad, para ellos tan fácil de usar, resulte muy bella y llena de fantasía pero carente de algo tan elemental como es una pizca de su pasado, de sus alegrías o desventuras, pero suya al fin y al cabo. Es posible que piensen que su vida ha sido anodina, sin sobresaltos ni aventuras dignas de resaltar, o no deseen hacer partícipes a los demás de la misma; también puede que cada uno de los días que les ha tocado vivir, haya sido una odisea por descubrir, disfrutar o eludir.
O tal vez den rienda suelta a ideales sin cumplir y aprovechen para, como en un sueño esquivo, los atrapen en la malla de las letras quedando prisioneros para siempre en ellas.
        Y aprovechando que a ustedes no he tenido la oportunidad de importunarles con la historia que daba comienzo a esta fábula, la incluiré en ella en recuerdo de mi señor padre. 60 años después, recordaba el nombre, apellidos y el pueblo de donde procedía el soldado.
         
          Hallábase éste cumpliendo el servicio militar en uno de los cuarteles de Jaca, en Huesca. Y digo en uno porque en aquellos tiempos había varios; incluso uno de ellos estaba arrestado, el cuartel, cosa que ahora nos resulta risible pero en aquellos años era muy sería. Era el cuartel de la Victoria en el que los capitanes de artillería Galán y García  se sublevaron contra la monarquía en 1930, pagando con su vida tal osadía.

           Eran los años de la posguerra y los maquis estaban activos. Su regimiento fue en descubierta por las montañas pirenaicas de Rioseta y comarca en busca de guerrilleros. Uno de los soldados, armado con una ametralladora, estaba por la noche haciendo guardia, emboscado, en un pajar. Vio a un maquis y al soldado con los nervios se le cayó al suelo un peine de balas de la ametralladora sirviendo el ruido de aviso al guerrillero dándole tiempo a huir y poner tierra de por medio. La que le cayó al pobrecico vigía fue suave.
Reconozco que la mayoría de las historias solo tienen interés para quien le ha tocado vivirlas. Y no digamos estas batallas tan añejas, -Historias de la puta mili-, las cuales solo nos han llegado por referencias. Pero hay que tener empatía y ponernos en la piel del otro en esos momentos.
Días después, el mismo soldado en las mismas circunstancias tuvo un inesperado encuentro. En la oscuridad de la noche, oyó ruidos entre la maleza y escarmentado por el episodio anterior, sin pedir santo y seña ni el tan manido ¡alto quién va!, la lio parda y a tiros contra el lugar de donde presuponía provenía el maquis. Dada la alarma, acudieron al lugar del tiroteo y pudieron comprobar como el maquis había mutado en una pacífica vaca que tuvo la osadía y la ingenuidad de pasearse por allí. La primera vez, reprimenda, la segunda, choteo. Los militares hubieron de pagar al dueño la res “asesinada” y la carne de ésta, acabó en parte podrida por la negligencia y cicatería de los mandos. Mi señor padre era cabo furriel de aquel destacamento.
No participo del dicho que dice que lo principal es participar, no ganar. Siempre se tiene la íntima esperanza de ganar, en lo que sea que participemos. ¿Acaso alguien juega a la lotería solo para engordar el premio a los demás? ¡Ni hablar! Aun sabiendo la dificultad de cazar al primer premio, no hay ni un solo participante que no lo haga con la sana intención de hacerse millonario o para tapar agujeros. Los premios o concursos literarios, excepto para los profesionales del tema, son un entretenimiento para liberar y ejercitar la mente ahora que la vagancia nos abruma y la indolencia nos doblega. Liberado de la obligación del trabajo cotidiano, a veces cuando me levanto lo primero que hago es sentarme en el sofá, a descansar. Y aunque soy consciente de mi nulidad como escribidor de historias, será por lo anodina de mi vida y la falta de formación, me obligo a participar para demostrarme a mí mismo que sigo vivo, pues en peores garitas hemos hecho guardia.
Los jóvenes de hoy, al margen de sentimientos antimilitaristas, han perdido la oportunidad de poder disfrutar en su vejez –y antes- de las historias, chascarrillos, cuentos y pasatas que todos quienes hemos vestido el uniforme de cualquiera de los ejércitos, acumulamos en nuestro petate. Cierto es que no todos esos recuerdos fueron o son experiencias agradables o graciosas. Cuando no tienes ni el recurso al pataleo, se hace duro tragar carros y carretas, pero la juventud siempre halla el momento de encontrarle la vuelta al sargento Arensivia de marras y dársela con queso. Algún arresto, a nadie le ha venido mal, todo sin abusar claro.
Estando de guardia una noche, todos los soldados menos un cabo y un soldado de la PA del edificio de Jefatura en Valencia, vestidos de uniforme y a bordo de dos coches, asaltamos Cullera. En los bares alguno hizo de las suyas (hace falta tener morro para quitarles a las titis una botella de la estantería y que ellas no se dieran cuenta...). A la vuelta, en un campo de melones, a cargar los autos. Llegados a la capital, en el pretil del Turia, a partir los melones y el que no estaba maduro, al río. Vimos un coche y alguien dijo ¡la poli! y huimos cual gánsteres de Chicago, colgados de las puertas. En sí mismo, el episodio no tiene más interés que la rebeldía de la juventud; no acata la disciplina y las normas se las salta sin pensar en las consecuencias, -que para el pelo y la duración del servicio militar pudieron haber sido funestas-.
En ese mismo edificio moraban un general y un coronel. La señora del general tenía un loro que era un genio; hasta hablaba francés. La mujer solía ponerlo en la ventana a tomar el aire y un día, la coronela asomó el careto por una ventana recibiendo un silbido que no lo hubiera mejorado el mejor especialista. Toda sulfurada acudió inmediatamente a quejarse a su marido. La guardia en pleno arrestada mientras no salga voluntariamente el descarado que le ha silbado a la señora del coronel. Nadie había sido, por lo tanto, todos castigados. Hasta que un ordenanza de la casa del general deshizo el entuerto: “Ha sido el loro de la generala”. ¡Vaya corte! Por cierto, otro ordenanza gilipollas, arrimó el morro a los barrotes de la jaula: "dame un besito lorito" y el cabrón del loro le agarró el labio superior y casi se lo pasa de lado a lado.
Sin duda que hay tantas anécdotas y escapadas como soldados. En La Ciudad y los Perros de Mario Vargas Llosa, leemos los avatares de los cadetes en una escuela de militares. No será diferente a cualquier otra en la que los jóvenes sean los protagonistas principales, por muchos mandos que se obstinen en aplicar a rajatabla las normas y los reglamentos; no se pueden poner puertas al campo.
Como ahora me sobra tiempo para casi todo, suelo seguir en sus blogs o webs a gentes que escriben muy bien; no por aprender que aprendiz con pelo… pero da gusto contemplar la facilidad que tienen para expresar las ideas. Yo soy mucho más modesto pero no me he podido resistir a dejar plasmado en un blog todos esos momentos memorables que me han ocurrido a lo largo de mi existencia. (Todos no, que algo me tengo que reservar y llevar para el camino). Para mí son dignos de recordar antes de que un día me levante y no reconozca a nadie. Y sobre todo para que cuando en momentos de entusiasmo quiera revivir batallas perdidas, no haya nadie alrededor que me diga:

-Abuelo, te acuerdas de cuando aquel día…. Y yo, con la mirada perdida y la cara inexpresiva, dé la callada por respuesta.  




Dedicado a mi nieta en su cumpleaños

© Amilcar Barça