Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

martes, 29 de septiembre de 2015

MAÑANA CUANDO ME MATEN

"Este domingo 27 de septiembre se cumplen 40 años de los últimos fusilamientos del régimen franquista. El periodista y escritor Carlos Fonseca dedica a este hecho histórico su último libro, Mañana cuando me maten (La esfera de los libros). A continuación reproducimos el capítulo 31, Campo de tiro de «El Palancar», en el que se narran las ejecuciones y el posterior enterramiento de Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo y Ramón García, acusados de pertenecer al FRAP".

"Algunos de los periodistas que habían asistido a la rueda de prensa tras el Consejo de Ministros que dio cuenta del «enterado» del Gobierno se trasladaron esa tarde a la cárcel de Carabanchel para montar guardia a la espera de acontecimientos. Miguel Ángel Aguilar, entonces redactor jefe de la revista Posible, era uno de ellos. «La avenida de los Poblados estaba tomada por policías que patrullaban alrededor de la prisión, y el trasiego de vehículos oficiales que entraban en el recinto carcelario era continuo. Justo enfrente había un teléfono público desde el que los periodistas llamábamos a nuestros medios para informar de lo que ocurría, y así nos enteramos de que habían asaltado la embajada de España en Lisboa, que varios países habían retirado a sus representantes diplomáticos, y que el papa Pablo VI había llamado a El Pardo pidiendo clemencia –cuenta el periodista–. A lo largo de la noche fueron llegando los abogados defensores que no habían podido acompañar a los condenados (solo pudo hacerlo Javier Baselga, letrado de Xosé Humberto Baena) que nos dijeron que los iban a fusilar en lugar de ajusticiarlos a garrote vil porque de las cinco plazas de verdugo tres estaban vacantes y, por tanto, los dos en activo no podían estar a la misma hora en Madrid, donde estaban los presos del FRAP, y en Barcelona y Burgos, donde estaban los de ETA."


Para que no olvidemos con quienes nos estamos jugando los cuartos...

LA CIUDAD Y LOS PERROS

Muchas veces nos pasa desapercibido el continuo devenir de cosas que nos rodean y hasta que por circunstancias personales no entramos en ellas, no existen. Por ejemplo los perros. Siempre, en mi juventud campesina, los perros eran algo que había ahí, que vivían su vida de forma autónoma y que solo servían para tirarles una pedrada -vano intento pues no se dejaban acercar- o echarles la culpa de algo que nosotros habíamos perpetrado. Algún rastro por lo general. También los había con malas pulgas y a estos los evitábamos. Comían lo que pillaban y hacían sus necesidades, como ahora, en los lugares más inoportunos. Sobre todo mear, que te ponen las ruedas del auto hechas una porquería.
 
En la ciudad, no es necesario tener un perro en casa, mascota lo llaman ahora, para darse cuenta de las marranadas que hacen en la calle. Aceras y jardines están salpicados de flores salidas de sus traseros. E incluso esquinas y farolas, comidas por la herrumbre producida por sus orines. Y es que la gente como no puede tener hijos, se dedica a tener perros, perritos o perrazos.
 
Paseando a mi perrita Laika, -yo por mi provecta edad ya no estoy en edad de merecer-, me he dado cuenta de eso que mencionaba al principio. Hay, habemos, gente pa tó. La mayoría amable, lo cual no quita para que seamos marranos y dejemos las cacas en el lugar donde las depositan nuestros canes, y una minoría asocial, incívica y energúmena o hija de puta. Estos últimos, dejan las mierdas, enormes, de sus perros donde caen. Suelen ir parejos, los chuchos más grandes y peligrosos, con estos fulanos. También los llevan sueltos ante la seguridad de que ningún otro perro les hará daño, ni ningún agente de seguridad se meterá con él, le sacará las perras e incluso le confiscará al chucho.
 
Y nosotros, poseedores de perros pequeños, acojonados siempre por si una fiera de esas se presenta de improviso y nos desgracia al animalillo. Como a Laika cuando la atacó, con poco más de mes y medio, un rottweiler de 50 kilos. No la mató pero nos metió a ambos el miedo en el cuerpo. Y el hijo puta del dueño, amenazándome con echarme al perro y después él si quedaba algo. Avisé a la policía municipal, pero nunca está ni se la espera cuando la necesitas.
 
Al final siempre se cumple la máxima de que el matón -delincuente- se sale con la suya ante la inhibición, la mayoría de las veces cobarde, del resto de la ciudadanía.