Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

miércoles, 3 de febrero de 2016

SAN BLAS

En los ya lejanos días de mi niñez y juventud, Febrerico el corto marcaba un impase en las cuestiones cotidianas: el primero hace día, el segundo santa María y el tercero san Blas. Eran las fiestas. Y entonces eran fiestas, pues aunque con menos medios se lo pasaban muy bien. Grandes nevadas -entonces había invierno, no como ahora, con 18 grados- marcaban el desarrollo de las mismas. Los mozos bajaban con la carreta a Villafranca a buscar a los músicos y más de una vez a la vuelta eran acompañados por una copiosa nevada. Recuerdo un año que yo estaba esperando pasara el tren en los aledaños del paso de san Marcos, serían las cinco de la tarde, para entregarle a mi padre la cesta o caja con la merienda al paso del tren cargado de mineral hacia Teruel. Un frio que pelaba, matacabra mezclada con ventisca con una mala folla inigualable. Pues yo tenía un ojo pendiente de si venía el tren y por donde y el otro de la curva de la carretera junto al cementerio para ver si asomaba la carreta con los músicos. Meca, qué tiempos, qué ilusiones. Aunque luego solo hacíamos lo posible por librarnos de los pescozones que el tío Irineo, herrero, tendero, estanquero, el bar, el baile, o sea lo tenía todo, nos regalaba para echarnos del baile pues no consumíamos y dábamos mal jugando por entre las parejas bailonas. Luego labrando, la música no cesaba de acompañar mientras la reja del arado habría los surcos.
Antes de mi huida del pueblo, sería el último año, con 16 años pagué cinco duros de música y solo bailé una pieza con una chica mayor que yo ¡manda cojones!, todavía lo recuerdo. Con posterioridad las fiestas desaparecieron. Aun hubo un último año que las celebramos cuando dejé la hostelería y me metí ferroviario en la empresa de mi tío. Con un frío de cojones, al salir el sol con unas escarchas que parecían nevadas, levantaban la vía completa por tramos y colocaban otro nuevo. Así estuve cerca de Teruel en todo el valle del Jiloca hasta que reorienté el rumbo de mi vida. En ese año como decía, solo habíamos tres mozos en el pueblo -en mi caso temporalmente-, por lo que pagar la música nos resultaba imposible. Pero nos confabulamos y ofrecimos al alcalde, a la sazón D. Juan José, pagar la manutención y los viajes si el pagaba a los músicos. Obtuvimos unos cómplices fabulosos en su mujer y su suegra y de ese modo ¡música maestro!. Me consta que la gente que en ese momento vivía en el pueblo, se lo pasó en grande. Yo tenía previsto un examen en Zaragoza el día tres y marché pronto a dormir la noche anterior, fiesta de la Candelaria. Los demás, se comieron la cecina que habíamos comprado por la mañana a un vendedor ambulante, yo, ni la probé.
 
Se me escapan ya los hechos y su localización en el tiempo, confundiendo su exacta añada; solo haciendo un esfuerzo logro desentrañar cuando se desarrollaron. Y una vez más, debo reconocer que somos nosotros quienes, con errores o aciertos, marcamos el indeleble sendero de nuestro futuro vital. En esas fiestas labramos nuestras desventuras mi gabardina y yo. Se me olvidó en el horno, donde hacíamos el baile, y las ratas la desgraciaron. Mi madre la llevó a Teruel y mal que bien tuvo arreglo, las monjas la repararon. Lo mío no hubo forma, ni dios quiso saber nada. Me queda el consuelo de que muerto el perro, muerta la rabia; pero vaya consuelo cabrón.
 
Esta noche pasada, volviendo al mundo real, he tenido un sueño y una pesadilla o ambas eran la misma cosa. A una persona desconocida ¿mi quimera? le declaraba un amor eterno, de siempre; luego he notado como una presencia a mis espaldas que me aprisionaba y he comenzado a pedir socorro llamando a mi hija mayor. Cuando me he despertado, no sabía donde me hallaba hasta que me he centrado. Es horrible. He tenido esas sensaciones en otras ocasiones; las vivo como si fueran reales y quiero gritar pero de mi garganta no sale sino un gruñido (según me han contado). Parece que las vivo despierto y paralizado; es angustioso.