Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

miércoles, 17 de febrero de 2016

PRÓLOGO. LA PIEL DE TORO


Al pie del milenario torreón que corona el cerro de san Ginés, dominando cientos de kilómetros a la redonda, hay un hombre en actitud reflexiva. Observa al gentío que en torno a la ermita del santo realiza una procesión tras la celebración de la misa. Santo Ginesi, ora pro nobis, santa Ágata, ora pro nobis, santa María, ora pro nobis… El sacristán desgrana uno por uno los nombres del santoral en tanto que la feligresía le responde con la letanía correspondiente. Le resulta familiar la figura de uno de los porteadores de la peana pero su atención divaga de una a otra parte sin interés en nada o nadie de los que tras el santo y el sacerdote asisten a la romería. Alguien se le acerca y al ver la dirección de su mirada le dice: “Sabías bien que esa estrella nunca luciría en tu firmamento ¿por qué no la olvidas?” “Tienes razón, ese todoterreno me tiene sorbido el seso” “No me refería al Audi, capullo” “Vade retro Satanás, traidor”. “Vale, veo tienes mal día, te reto a subir a la antena”.

Con los años, las antenas repetidoras para la TV instaladas en el cerro, fueron sucediéndose y creciendo en tamaño; a la primera para la recepción en blanco y negro, la relevaron otras de mayor envergadura y potencia. En la segunda, que dejó enana a la primera, él colaboró en horadar la roca viva, a base de barrenos de dinamita, para hacer los cimientos. Por la línea del tendido eléctrico, subía y bajaba con su amigo el cabrero y luego al atardecer, visitaban a las mozas en la fuente. La samaritana que originó su sed, nunca le ofrecería su cántaro. Pero ahora la antena instalada superaba con creces a las anteriores. Más de ciento cincuenta metros sobre la cima del cerro, tanto, que hasta mirarla desde el suelo mareaba. Y aceptó el reto. Comenzaron por saltar la valla y al principio todo fue relativamente fácil; poco a poco, las “paelleras” engarzadas al armazón del poste, dificultaban el ascenso. Ya tocando la base del pararrayos de la antena, los dos miraron para abajo y buscaron con la mirada a la misma mujer. “Qué deteriorada la veo” “Puede que sí, pero eso no te va a librar de bajar de golpe Cordobés”  Y de un fuerte empentón, lo arrojó al vacío tras recordarle este poema de A. Ferrandis mientras caía.

   “¡Que ni el viento la toque!

Ni mirarla, mujer, mi varadero

Ni cantarla, porque amarga es mi voz

mas yo la canto

¡Que ni el viento la toque!

porque tiene pena de muerte el viento si la toca.”

Ya solo, paseó su vista alrededor, deteniéndola en el castillo que en ese momento parecía lleno de visitas a tenor de los coches aparcados. Su imaginación, que siempre fue ácrata e indomable, lo retrotrajo a otros tiempos…