Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

jueves, 17 de marzo de 2016

IT'S A SUNNY DAY!! jimena

QUERIDOS PADRES
Jimena tenía un puñado de cartas en la mano escritas por su madre hacía muchos años, todas con el mismo saludo:
Queridos padres: Me alegraré que al recibo de esta carta se encuentren bien como yo, gracias a Dios……..
La joven había ido al pueblo en busca de respuestas. A remover trastos e historias en la vieja casa de sus ancestros; allí descubrió varias epístolas amarillentas redactadas con pulso vacilante y faltas de ortografía en las cuales, su progenitora, narraba las vicisitudes por las que iba atravesando en la residencia donde prestaba servicios como chica de servicio, criada interna las 24 horas, en la capital. La vivienda era de una familia que, procedente el dueño del medio rural, había emigrado a hacer las américas; retornado hacía años a la ciudad había subido como la espuma en la escala social, aspirando a codearse con lo mejor de la alta burguesía metropolitana. La señora de la casa, vara de san José a la cual no volverían a brotar flores, por lo que deducía Jimena de la lectura, se comportaba como si fuera hija de los siete pares de Francia, tratando al servicio con desdén cuando no con despotismo. Descendía de una familia venida a menos, semiarruinada, que vio el cielo abierto cuando la pretendió el indiano. El marido, en la actualidad, bastante tenía con aportar riqueza y honores a su blasón, como para interesarse en los asuntos internos y cotidianos de la mansión; intentaba, escudándose en esos loables argumentos, pasar el menor tiempo posible en su domicilio. La descendencia, auténticos crápulas sin más obligación que ir puliendo poco a poco el patrimonio familiar aportado por el padre de sus negocios inmobiliarios, vegetaba impúdicamente.
La correspondencia se interrumpía bruscamente un día del mes de Enero de los años 70. En esa década nació Jimena. Su padre, emigrante sin familia de un lejano pueblo según le explicaba su madre, había fallecido a los pocos meses de su nacimiento, víctima de un accidente en las obras donde era peón, sin cualificación ni derechos. Vivían en un destartalado apartamento, nombre grandilocuente aplicado al chamizo insalubre donde se cobijaban.
Las labores del hogar, ajeno, les proporcionaban los medios para sobrellevar una mísera existencia. Su madre siempre le había ocultado la verdad; lo percibía a través de los escritos. Solo el tiempo le ayudó a enhebrar la aguja para, poco a poco, tejer una urdimbre con la cual encajar los hechos y cubrir las lagunas habidas en su memoria. Muchas veces se había preguntado el porqué del motivo de no ir a visitar a sus abuelos del pueblo. De haberlo hecho con frecuencia, no le cabía la menor duda de que toda la información que ahora recibía en cascada, la habría obtenido mucho antes. Las añagazas y motivos diversos que su madre argüía nunca la convencieron, al revés, su curiosidad creció pareja con ella. El velo se descorrió parcialmente cuando encontró una carta de su madre, más escondida de lo normal, en la cual comunicaba a sus padres la desgracia que acababa de recaer sobre ella: se encontraba embarazada.
Jimena hizo para sí una composición íntima de aquella circunstancia: Avergonzada y sintiéndose maltratada por sus padres, no volvió al lugar hasta muchos años más tarde, al entierro de sus progenitores. Le dejaron en herencia, más bien heredó por ley y costumbres, la vieja casona en la cual Jimena, cumplido con creces el primer cuarto de siglo, indagaba en busca de señales que le iluminaran el pasado.
Buscó afanosamente continuidad en la correspondencia, pero no halló nada, solo silencio. Aunque no tenía constancia escrita de la misma, intuyó al momento la reacción de sus abuelos: la acusarían de mala hija, de haber defraudado sus esperanzas y sabe dios cuantas cosas más, ninguna buena. Ante la falta de amor, empatía y apoyo de sus progenitores, rompió toda relación con ellos, comenzando su particular calvario. Dejó el servicio en la casa donde trabajaba, sin mencionar el motivo y debiendo sufrir los desprecios e insultos de la “señora marquesa del ventorrillo” tal y como la denominaba el servicio. En un hospicio acogieron a la joven a cambio de trabajos forzados, incluso el último día, hasta que nació el bebé; pero ésta nunca quiso desprenderse de la niña a pesar de los requerimientos y presiones a que la sometieron las hermanitas de la caridad.
Un día, Jimena comprobó como un señor acompañaba a su madre a casa, sin entrar a ella. Esos acompañamientos se repitieron con frecuencia y ante las preguntas y curiosidad de la niña, su madre hubo de confesarle que el señor era un pretendiente al que realizaba trabajos de limpieza en su hogar y que deseaba casarse con ella. La estupefacción e incomprensión de la  chiquilla fueron mayúsculas. No entendía como su madre podía relacionarse con un señor que no era su padre. El descorazonamiento de Isabel, pues ese era su nombre, la sumió en una desazón sin límite. No comprendía todas las contrariedades y sufrimientos que el destino le estaba enviando.
 No obstante, la paciencia y el amor demostrado por Fernando, el acompañante, consiguieron vencer la frialdad de Jimena y con 7 años recién cumplidos tuvo un padre como todas las chicas que conocía. A partir de aquí, las penurias desaparecieron y solo quedaron las preguntas sin respuesta, que ahora se desvanecían, en parte, tras tantos años de silencio. Isabel, informó cumplidamente de todas las vicisitudes por las que había atravesado a Fernando, su futuro marido; éste las asumió así como el papel que le correspondería en el nuevo estado.
Con nueve años, tras ser hija única durante demasiado tiempo, nació una hermana la cual iba a significar una liberación a la vez que una obligación. La nueva responsabilidad hacia ella, le robaba tiempo en sus juegos con las demás compañeras del barrio a la vez que aumentaba su estímulo en los estudios, mas cuando fueron creciendo, su unión se consolidó siendo la verdadera tutora y maestra de la chica adolescente. La sobreprotección de la madre hacia su hermana, -no olvidaba la que ejerció sobre ella-, fiscalizando todos los actos y compañías de la chica, era finalmente comprendida; situaciones hubo en el pasado que pusieron en duda la finalidad de esos desvelos.
Llegado el momento, Jimena, se tituló en la universidad como abogada. No procedía de una familia con despacho propio como alguno de los maulas de su promoción por lo que tuvo que trabajar de pasante en varios bufetes de la ciudad. En el turno de oficio, ese al que acceden los desheredados de la fortuna y que no tienen para pagar ni una gaseosa, (abogados y clientes), le adjudicaron diferentes litigios. Allí le asignaron el pleito de una chica joven que pretendía denunciar a un señor por acoso y violación. El “señor”, un cincuentón estirado, era representado por un bufete de abogados de mucha minuta y pocos escrúpulos; tal coyuntura hacía exclamar a todos: “nada que hacer, la van a destrozar”. Rehuyeron el encargo de asumir su defensa.
Inasequible al desaliento, Jimena comenzó a indagar las circunstancias del caso. Chica que sirve de criada, “amo” que se considera con derecho de pernada y al final, tras acosarla sin descanso y ante su silencio, la viola. Se cierra el círculo de tantos mutismos obligados por la necesidad, pero que al fin saltan hechos añicos por quienes sufren la violencia.
Presentada la demanda, los abogados de la parte contraria se burlaban descaradamente  de la chica y de su defensora.
-Abogao de secano, que te vamos a hacer papilla. No va a quedar de vosotras ni los huesos. (Alegaba uno de los maulas de su promoción).
-Eso ya lo veremos, picapleitos.
Jimena fue reuniendo pruebas, cotejando hechos, entrevistando a otras chicas que habían pasado por aquella casa y con toda probabilidad por el mismo trance. El asunto fue in crescendo como una bola de nieve y tomando cuerpo incluso en los medios de comunicación, esos que son el único freno y temor de los poderosos asaltavidas. Cuando quienes antes se mofaban percibieron que aquello se les iba de las manos y su cliente acabaría en el banquillo, intentaron comprar el silencio de la chica. Esta, después de tantas humillaciones y desdenes además de violada, se negó en redondo por un motivo de peso: estaba embarazada y quería a toda costa que al hombre se le realizara una prueba de paternidad para demostrar que no mentía. Los abogados intentarían con todo tipo de artimañas y presiones evitar a su cliente esa afrenta, que ya parecía inevitable. Presentarían testigos falsos que afirmarían haber tenido relaciones sexuales con ella; argumentarían que era una mujer pública y por ello, era inconcebible que pudiera acusarse a una persona tan significada de la sociedad de ser el padre. Esos leguleyos se rilaron garras abajo cuando tuvieron noticia de quién sería la jueza que instruiría el caso.
-Estamos hundidos, hay que alcanzar un acuerdo antes de llegar a juicio.
-La chica no aceptará. Es tanto el resquemor que acarrea que no le perdonará. Y la prueba de paternidad no la va a poder eludir nuestro patrocinado: Hay que convencerle para negociar.
Llegado el día del juicio, fueron pasando por el estrado todos los testigos requeridos por acusación y defensa. Cuando ya había prestado testimonio la última testigo, una señora se levantó de entre los asistentes y solicitó a la jueza prestar declaración. La incredulidad de los concurrentes se demostró mayúscula. Los abogados de la defensa intentaron una tímida protesta a sabiendas de cómo se las gastaba la magistrada. La acusación, no podía dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo.
-Letrados, dejen que yo decida en mi juzgado lo que se puede o no hacer. Ustedes con posterioridad tendrán tiempo de sobra para presentar cuantos recursos y alegaciones estimen necesarios, la ley les ampara y para eso les pagan.
Su Señoría aceptó la petición aunque ya tenía in mente el veredicto. Había quedado demostrado que el acusado se comportó de la misma manera con todas las chicas a su servicio. Solo alguna de carácter fuerte, había sido capaz de enfrentarse a él. Tras las protocolarias palabras de rigor, la jueza preguntó:
-¿Qué tiene que alegar señora?
-Jimena, hija mía, ese señor es tu padre.
(Enviado al Ayto. del parque Villalobos. Rien de rien)