QUERIDOS PADRES
Jimena tenía
un puñado de cartas en la mano escritas por su madre hacía muchos años, todas con
el mismo saludo:
Queridos
padres: Me alegraré
que al recibo de esta carta se encuentren bien como yo, gracias a Dios……..
La joven había
ido al pueblo en busca de respuestas. A remover trastos e historias en la vieja
casa de sus ancestros; allí descubrió varias epístolas amarillentas redactadas con
pulso vacilante y faltas de ortografía en las cuales, su progenitora, narraba
las vicisitudes por las que iba atravesando en la residencia donde prestaba
servicios como chica de servicio, criada interna las 24 horas, en la capital.
La vivienda era de una familia que, procedente el dueño del medio rural, había emigrado
a hacer las américas; retornado hacía años a la ciudad había subido como la
espuma en la escala social, aspirando a codearse con lo mejor de la alta
burguesía metropolitana. La señora de la casa, vara de san José a la cual no
volverían a brotar flores, por lo que deducía Jimena de la lectura, se
comportaba como si fuera hija de los siete pares de Francia, tratando al
servicio con desdén cuando no con despotismo. Descendía de una familia venida a
menos, semiarruinada, que vio el cielo abierto cuando la pretendió el indiano.
El marido, en la actualidad, bastante tenía con aportar riqueza y honores a su
blasón, como para interesarse en los asuntos internos y cotidianos de la mansión;
intentaba, escudándose en esos loables argumentos, pasar el menor tiempo
posible en su domicilio. La descendencia, auténticos crápulas sin más
obligación que ir puliendo poco a poco el patrimonio familiar aportado por el
padre de sus negocios inmobiliarios, vegetaba impúdicamente.
La
correspondencia se interrumpía bruscamente un día del mes de Enero de los años
70. En esa década nació Jimena. Su padre, emigrante sin familia de un lejano
pueblo según le explicaba su madre, había fallecido a los pocos meses de su
nacimiento, víctima de un accidente en las obras donde era peón, sin
cualificación ni derechos. Vivían en un destartalado apartamento, nombre
grandilocuente aplicado al chamizo insalubre donde se cobijaban.
Las labores
del hogar, ajeno, les proporcionaban los medios para sobrellevar una mísera
existencia. Su madre siempre le había ocultado la verdad; lo percibía a través
de los escritos. Solo el tiempo le ayudó a enhebrar la aguja para, poco a poco,
tejer una urdimbre con la cual encajar los hechos y cubrir las lagunas habidas
en su memoria. Muchas veces se había preguntado el porqué del motivo de no ir a
visitar a sus abuelos del pueblo. De haberlo hecho con frecuencia, no le cabía
la menor duda de que toda la información que ahora recibía en cascada, la
habría obtenido mucho antes. Las añagazas y motivos diversos que su madre
argüía nunca la convencieron, al revés, su curiosidad creció pareja con ella. El
velo se descorrió parcialmente cuando encontró una carta de su madre, más escondida
de lo normal, en la cual comunicaba a sus padres la desgracia que acababa de
recaer sobre ella: se encontraba embarazada.
Jimena hizo
para sí una composición íntima de aquella circunstancia: Avergonzada y
sintiéndose maltratada por sus padres, no volvió al lugar hasta muchos años más
tarde, al entierro de sus progenitores. Le dejaron en herencia, más bien heredó
por ley y costumbres, la vieja casona en la cual Jimena, cumplido con creces el
primer cuarto de siglo, indagaba en busca de señales que le iluminaran el
pasado.
Buscó
afanosamente continuidad en la correspondencia, pero no halló nada, solo
silencio. Aunque no tenía constancia escrita de la misma, intuyó al momento la
reacción de sus abuelos: la acusarían de mala hija, de haber defraudado sus
esperanzas y sabe dios cuantas cosas más, ninguna buena. Ante la falta de amor,
empatía y apoyo de sus progenitores, rompió toda relación con ellos, comenzando
su particular calvario. Dejó el servicio en la casa donde trabajaba, sin
mencionar el motivo y debiendo sufrir los desprecios e insultos de la “señora
marquesa del ventorrillo” tal y como la denominaba el servicio. En un hospicio
acogieron a la joven a cambio de trabajos forzados, incluso el último día,
hasta que nació el bebé; pero ésta nunca quiso desprenderse de la niña a pesar
de los requerimientos y presiones a que la sometieron las hermanitas de la
caridad.
Un día, Jimena
comprobó como un señor acompañaba a su madre a casa, sin entrar a ella. Esos
acompañamientos se repitieron con frecuencia y ante las preguntas y curiosidad
de la niña, su madre hubo de confesarle que el señor era un pretendiente al que
realizaba trabajos de limpieza en su hogar y que deseaba casarse con ella. La
estupefacción e incomprensión de la
chiquilla fueron mayúsculas. No entendía como su madre podía
relacionarse con un señor que no era su padre. El descorazonamiento de Isabel, pues
ese era su nombre, la sumió en una desazón sin límite. No comprendía todas las
contrariedades y sufrimientos que el destino le estaba enviando.
No obstante, la paciencia y el amor demostrado
por Fernando, el acompañante, consiguieron vencer la frialdad de Jimena y con 7
años recién cumplidos tuvo un padre como todas las chicas que conocía. A partir
de aquí, las penurias desaparecieron y solo quedaron las preguntas sin
respuesta, que ahora se desvanecían, en parte, tras tantos años de silencio.
Isabel, informó cumplidamente de todas las vicisitudes por las que había
atravesado a Fernando, su futuro marido; éste las asumió así como el papel que
le correspondería en el nuevo estado.
Con nueve
años, tras ser hija única durante demasiado tiempo, nació una hermana la cual
iba a significar una liberación a la vez que una obligación. La nueva
responsabilidad hacia ella, le robaba tiempo en sus juegos con las demás
compañeras del barrio a la vez que aumentaba su estímulo en los estudios, mas
cuando fueron creciendo, su unión se consolidó siendo la verdadera tutora y
maestra de la chica adolescente. La sobreprotección de la madre hacia su
hermana, -no olvidaba la que ejerció sobre ella-, fiscalizando todos los actos
y compañías de la chica, era finalmente comprendida; situaciones hubo en el
pasado que pusieron en duda la finalidad de esos desvelos.
Llegado el
momento, Jimena, se tituló en la universidad como abogada. No procedía de una
familia con despacho propio como alguno de los maulas de su promoción por lo
que tuvo que trabajar de pasante en varios bufetes de la ciudad. En el turno de
oficio, ese al que acceden los desheredados de la fortuna y que no tienen para
pagar ni una gaseosa, (abogados y clientes), le adjudicaron diferentes litigios.
Allí le asignaron el pleito de una chica joven que pretendía denunciar a un
señor por acoso y violación. El “señor”, un cincuentón estirado, era
representado por un bufete de abogados de mucha minuta y pocos escrúpulos; tal
coyuntura hacía exclamar a todos: “nada que hacer, la van a destrozar”. Rehuyeron
el encargo de asumir su defensa.
Inasequible al
desaliento, Jimena comenzó a indagar las circunstancias del caso. Chica que
sirve de criada, “amo” que se considera con derecho de pernada y al final, tras
acosarla sin descanso y ante su silencio, la viola. Se cierra el círculo de
tantos mutismos obligados por la necesidad, pero que al fin saltan hechos
añicos por quienes sufren la violencia.
Presentada la
demanda, los abogados de la parte contraria se burlaban descaradamente de la chica y de su defensora.
-Abogao de
secano, que te vamos a hacer papilla. No va a quedar de vosotras ni los huesos.
(Alegaba uno de los maulas de su promoción).
-Eso ya lo
veremos, picapleitos.
Jimena fue
reuniendo pruebas, cotejando hechos, entrevistando a otras chicas que habían
pasado por aquella casa y con toda probabilidad por el mismo trance. El asunto
fue in crescendo como una bola de nieve y tomando cuerpo incluso en los medios
de comunicación, esos que son el único freno y temor de los poderosos
asaltavidas. Cuando quienes antes se mofaban percibieron que aquello se les iba
de las manos y su cliente acabaría en el banquillo, intentaron comprar el
silencio de la chica. Esta, después de tantas humillaciones y desdenes además
de violada, se negó en redondo por un motivo de peso: estaba embarazada y
quería a toda costa que al hombre se le realizara una prueba de paternidad para
demostrar que no mentía. Los abogados intentarían con todo tipo de artimañas y
presiones evitar a su cliente esa afrenta, que ya parecía inevitable. Presentarían
testigos falsos que afirmarían haber tenido relaciones sexuales con ella;
argumentarían que era una mujer pública y por ello, era inconcebible que
pudiera acusarse a una persona tan significada de la sociedad de ser el padre. Esos
leguleyos se rilaron garras abajo cuando tuvieron noticia de quién sería la
jueza que instruiría el caso.
-Estamos
hundidos, hay que alcanzar un acuerdo antes de llegar a juicio.
-La chica no
aceptará. Es tanto el resquemor que acarrea que no le perdonará. Y la prueba de
paternidad no la va a poder eludir nuestro patrocinado: Hay que convencerle
para negociar.
Llegado el día
del juicio, fueron pasando por el estrado todos los testigos requeridos por
acusación y defensa. Cuando ya había prestado testimonio la última testigo, una
señora se levantó de entre los asistentes y solicitó a la jueza prestar declaración.
La incredulidad de los concurrentes se demostró mayúscula. Los abogados de la
defensa intentaron una tímida protesta a sabiendas de cómo se las gastaba la magistrada.
La acusación, no podía dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo.
-Letrados,
dejen que yo decida en mi juzgado lo que se puede o no hacer. Ustedes con
posterioridad tendrán tiempo de sobra para presentar cuantos recursos y
alegaciones estimen necesarios, la ley les ampara y para eso les pagan.
Su Señoría
aceptó la petición aunque ya tenía in mente el veredicto. Había quedado
demostrado que el acusado se comportó de la misma manera con todas las chicas a
su servicio. Solo alguna de carácter fuerte, había sido capaz de enfrentarse a
él. Tras las protocolarias palabras de rigor, la jueza preguntó:
-¿Qué tiene
que alegar señora?
-Jimena, hija
mía, ese señor es tu padre.
(Enviado al Ayto. del parque Villalobos. Rien de rien)