Luis García Montero
Historia de un profeta sin vocación.
Juan el Loco ha llegado al café más silencioso, más esquivo que
nunca. No se ha empeñado en darme conversación, no ha pedido
que ponga un disco de Joaquín Sabina o de Javier Ruibal, no ha
hecho bromas pesadas a costa de ningún cliente. Entró, saludó con
la mano y se escondió en la mesa del fondo. Tuve que acercarme al
cabo del rato para preguntarle si quería tomar algo. Estaba cohibido,
le costó trabajo sonreírme, pronunció mi nombre con una timidez
extraña y tardó en atreverse a pedir su whisky.
Pensé que no había ido bien el viaje a Madrid. Un fracaso ese
esperado y cacareado fin de semana con la cantautora que había
conocido aquí en febrero. Demasiada suerte para Juan, supuse al
verlo tan encerrado en sí mismo. Daba pena su calamidad, sin una
conversación en toda la noche, sin más equipaje que dos copas y
tres escapadas solitarias a la calle para encender un cigarro.
Cuando se fueron los clientes más trasnochadores, cerré la puerta,
me serví una copa y decidí enterarme de lo que pasaba. ¿Qué
ocurre?, pregunté mientras me sentaba.
--‐ Qué sé lo que me va a suceder en los próximos 20 años.
Esa salida de humor inesperado y melancolía confusa era un regreso
a la normalidad. Debió leerme el pensamiento en los ojos, porque
enseguida empezó a explicar que esta vez no se trataba de una de
sus locuras. Me contó que había sido feliz con la cantautora, que
habían quedado en repetir el próximo fin de semana, que ella lo
había acompañado al aeropuerto, que lo había despedido con un
beso interminable. Pero después… Juan sacó la tarjeta de embarque,
pasó los controles de seguridad, entró en el avión y encontró su
asiento ocupado.
Era yo -me confesó-, de verdad que era yo mismo el que estaba
sentado en la plaza 12A. Con 20 años más, muy canoso, viejo, una
ropa elegante y hablando con una calma misteriosa. Pero de verdad
que era yo. Me di cuenta antes de que él dijera hola, soy tú. Iba a
advertirle que se había equivocado de sitio, a preguntarle ¿qué
asiento tiene usted?, pero dejó de leer el periódico, se volvió para
mirarme y me vi allí, con 20 años más. No hizo falta ninguna
explicación
--‐ Es una casualidad que hayamos coincidido en este viaje, un
imprevisto. Siéntate aquí, el asiento 12B está vacío. No puedo
explicarte lo que ocurre, pero ya que estamos juntos, sí puedo
contarte lo que será de tu vida durante los próximos años.
Comprendí que Juan no me estaba engañando. No era una de sus
bromas, hablaba con la luz de la verdad y el convencimiento. ¿No te
gusta lo que has sabido?, me atreví a murmurar. ¿Tal vez una
desgracia? Bueno –sonrió-, no está mal, no voy a ser un pintor de
éxito, pero me defenderé bien como representante de artistas.
Después de un silencio prolongado me miro a los ojos. No me he
resistido -murmuró-, a preguntarle también por ti.
--‐ No me jodas, Juan, protesté, no estoy yo para profecías, vamos
a dejarlo.
Pero había caído en una trampa. Serví dos copas y me dispuse a
escuchar. Empezó por tranquilizarme, me dijo que no me
preocupara:
--‐ Lo que te va a pasar no es ni bueno ni malo, todo depende,
todo será según te lo tomes, una oportunidad o una catástrofe,
así que prefiero contártelo para que la sorpresa no acabe
contigo. Verás…
ahí están LAS BASES