Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

DÍAS DE ZOZOBRA

 
Celestino Gracia estaba compungido. De un tiempo a esta parte parecía que todas las fuerzas negativas del universo se habían confabulado contra él. Su mujer le había pedido el divorcio, -lo único positivo de toda la cascada de catástrofes que le ocurrían-, pero en contrapartida se había quedado con la casa y los hijos. La primera como consecuencia de la segunda. Había perdido el trabajo a resultas de un ERE en su empresa, y del exiguo subsidio que le concedían por ser un despedido sin derecho ni a protestar, -justo castigo por votar a quien no debía-, el juzgado le arrebataba casi todo sin miramientos. Dura Lex, Sed Lex. Nuevo agradecimiento pendiente.

Sin un lugar donde ir, a la noche se dedicaba a rebuscar entre las basuras que depositaban los supermercados en los contenedores. La competencia era dura pues había mas demandantes que género a repartir; a veces llegaban a las manos entre los competidores. Como era de esperar, ya había varias mafias montadas sobre los necesitados. (No cabría decir entre, pues quienes ejercían el control siempre por medio de la violencia, no pasaban ninguna necesidad).

Entabló amistad con algunos "sin papeles" y con otros que teniéndolos habían elegido aquel "hotel". Tenían organizado su campamento bajo el puente del río. La miseria unida jamás será vencida. Mas no cesaba de darle vueltas a la cabeza ¿Cómo he venido a parar a esta situación? Recordó el dicho del sabio que no comía; maldito consuelo. Sorpresas te da la vida. Un día apareció por allí un antiguo conocido, miembro de un sindicato "de los trabajadores".

-Coño, ¿qué te ha pasado?

-Pues supongo que más o menos como a ti. Me negué a firmar el chanchullo del ERE y me expulsaron del sindicato. Lo demás, ya lo conoces.

-Mal momento elegiste para ser honrado.

Como las desgracias nunca vienen solas, el temporal y el deshielo hicieron el resto. Del campamento no quedaron ni las basuras acumuladas. Y los cajeros ya tenían huéspedes fijos. Viendo el agua pasar con furia por el cauce del río, malos pensamientos acudieron a su cabeza. Nadie me va a echar de menos. En esto bajaba un tronco enorme a modo de canoa ambulante y no lo dudó: cuando llegó a su posición, de un salto se abalanzó sobre él y tras unos momentos de lucha, consiguió cabalgarlo. Como el barón de Munchuasen a lomos de la bala de cañón. Izó los brazos en señal de victoria convencido de que su mala suerte, había sido vencida.