Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

viernes, 2 de diciembre de 2016

TO BE, OR NOT TO BE.


La primera tienda de campaña que compré, la instalé mientras tronaba.

Desde Alemania, donde a la sazón me encontraba por cuestiones de trabajo, planifiqué las vacaciones; tres semanas que me concedían de estancia en España —o dónde quisiera—.

«Campineros» atrasados en busca de aventura y por necesidad; nos habían prestado una tienda para alojarnos cuatro personas: dos mayores y dos niñas. Salimos de casa armados con la única referencia de un libro de campings y el deseo de ir hacia un lugar, de playa por supuesto, lo más cercano a nuestra ciudad de residencia. Elegimos el camping «La Corona», situado entre Salou y Cambrils.

A la hora de la «plantá» situé el chalet —una vieja tienda canadiense— bajo un centenario algarrobo en busca de sombra durante el día. Aquella misma noche, una tormenta nos alivió el sueño. Mi pareja temblaba como una campanilla y para alegrarnos más todavía la aventura, un rayo cayó a unos cien metros de nuestra tienda. Todos estos fuegos artificiales dieron paso a un sol espléndido al otro día. Recibimos la novedad de la estancia estupendamente, sobre todo mis hijas que enseguida hicieron amistades hasta el punto de tener que ir a recepción a llamarlas por megafonía para que acudieran a la tienda. El camping tenía una considerable extensión cubierta por todo un campamento de tiendas y caravanas llenas de excursionistas. Los recuerdos de aquélla primera aventura quedaron grabados tan positivamente en nuestras vivencias, que repetimos en varias ocasiones más la residencia en aquel establecimiento campista del campo tarraconense.

Pero claro, un habitáculo de esas características, solo valía para una necesidad puntera. Así que decidimos viajar a Andorra a comprar una tienda nueva y más amplia. ¿Qué si había aquí? Claro, pero creímos que allí ataban los perros con longaniza y los apedreaban con lomo. Lo poco que pudimos ahorrar, lo perdimos en la aduana de la Seu d`Urgell. Íbamos acompañados o acompañando a un familiar y retornábamos con dos tiendas. Como mal menor y dado que nos pararon los aduaneros, declaramos una tienda y ocultamos el resto. Luego nos partimos las «ganancias ». Poesía pura.

Como decía al comienzo, en Jaca estrenamos la flamante tienda. En tanto caía la tormenta, iba clavando por dentro los ganchos que soportaban los amarres de la lona. Dos habitaciones y una entrada que permitía aguantar los chaparrones dentro. Nunca penetró el agua al interior por la lona. Una cortina aislaba los dormitorios del resto. Muy acogedora y en la cual vivimos grandes satisfacciones.

Esta sí que permitía vivir en su interior en caso de necesidad. En Benidorm, comíamos mientras en el exterior las esclusas del cielo dejaban caer un pequeño diluvio. Quienes creyeron haber «aparcado» en óptimo lugar, acabaron con agua hasta la rodilla.

Hubo más ocasiones en las que sucedieron esas circunstancias. Hasta tener que sentarme en una silla por inundación del suelo. Pero eso sí, en lo posible siempre instalé la tienda en lugar que no remansara, circulara o recogiera el agua. Muchos vieron sus maletas navegar por libre. El agua a los campistas agrada tanto como a los borrachos.

Hasta que el cuerpo aguantó, veraneábamos en camping. Mientras mis hijas por su edad nos acompañaron, pasamos vacaciones inolvidables. Una vez crecieron, más faena. Llegó un momento en el cual hubo que partir el espacio y el tiempo. Cada uno por su lado. Daban excesivo trabajo y no colaboraban.

Peñíscola, en los últimos años, nos acogió en sus diferentes campings. Si hay un lugar del cual sigo enamorado, éste ocuparía lugar preferente. La conocí en blanco y negro y hoy ocupa hasta la marisma. El espacio vacío entre ella y Benicarló, ha desaparecido.

Habrá personas a las que hablar de camping les producirá urticaria. Nada más lejos de la realidad. Vivir al aire libre, bajo las estrellas, concede una libertad y unas sensaciones dignas de perdurar y retener. Hace salir al poeta agazapado en el interior contemplando la luna sin tapujos; incapaz de hilvanar un verso para loarla, mas con el sentimiento del recuerdo inundando todas las neuronas del cerebro.

No hace falta fabricar historias esotéricas y rebuscadas. Mirando dentro de uno mismo, existen muchas dignas de volver a revivirlas.

Y no hay que pasar la mopa.
Enviado a Literautas.
PD.- Este escrito se ha confeccionado sin usar el verbo ser en ninguna de sus conjugaciones. Si encuentras alguna ¿me lo dices?