Quienes nos hemos criado -niñez y juventud- bajo la egida de los golpistas -militares y curas- del 39, muchos años más tarde seguíamos recibiendo las mismas consignas adoctrinadoras por parte de esos mismos estamentos. Así, cuando por costumbre u obligación habíamos de confesarnos por Pascua Florida o porque le salía del capullo al cacique de turno -casi siempre el cura-, previamente habíamos de efectuar un examen de conciencia rebuscando en nuestras alforjas espirituales los pecados acumulados desde la anterior visita al armario de los pecados.
En mi caso, acarreaba sacos de pequeños y grandes pecados. En toda época, los robos a pequeña escala de fruta o alguna otra cosa que pudiera comerse; los internos de casa no cuentan pero también eran pecadillos o pecadazos. A la abuela le hacía sisa en cuanto podía y a mi madre igual. Claro que no era más que calderilla. Una vez le robé a la abuela un duro con la efigie del dictador, no sé si de plata, y lamento la forma tan estúpida que tuve de gastármelo. Daría lo que fuera por recuperarlo aunque eso es imposible. Los tenderos carecían de escrúpulos, de lo contrario no lo hubieran admitido.
Los pecados contra el sexto mandamiento no existían, no tenía edad para ello; a cambio, me la cascaba sin descanso, como los monos. Así le llamábamos a lo que más tarde sería una paja, y ya cuando las cosas pasaron a mayores, masturbación. Recuerdo las veces que hacíamos cama redonda tocando la zambomba a ver quien alcanzaba antes el éxtasis o le venían las cosquillas. Todo ello en una competición sin maldad, experimentando la recién estrenada novedad o sin ella. En una ocasión, unas chicas -de mi edad- me pidieron les enseñara la pilila, aunque ya era gallina. Accedí con una erección digna de mejor causa. Aquello ya podía causar males mayores pero me quedé con el calentón: solo una se atrevió a tocar aquello; las más pavas, cuando vieron semejante cosa, pegando grititos se fueron y la más atrevida, también me dejó empalmado y cabreado. Jamás se me presentó una ocasión igual.
Pero los pecados gordos, gordos de verdad, eran las palabrotas y blasfemias aprendidas de todo quisque; al principio el miedo te retenía de pronunciarlas pero una vez abierta la escotilla, fluían sin freno ni control. La primera vez -siempre la hay para todo- pronuncié la palabra maldita cuando se me escapó un gorrión al que pretendía dar caza; desde entonces ya no he parado. Me gustaría ser más comedido, incluso meapilas, pero llevo metido al Maligno en las meninges desde el momento mismo que estando en el altar para tomar la primera comunión, pensé es maldita palabra. Ya comulgué en pecado mortal y así he seguido durante toda mi existencia. Las veces que he pecado de pensamiento, palabra y obra, son incontables: la mayoría, de pensamiento porque de obra, nada de nada. Pero no por falta de ganas.
En el momento actual, todos mis pecados se remiten al pensamiento. De obra, ya resulta prácticamente imposible por varias razones: la primera que no tengo quien me acompañe en el pecado para juntos compartir la penitencia. Hay otra más pericolosa cual sería dejar limpia la piel de toro de maleantes y delincuentes de altos vuelos y baja estofa, sin importar el método. Pero más deseada que la anterior. Hay que tener cuidado con ellos, están protegidos por sicarios de todos los pelajes dispuestos a seguir exprimiendo las ubres de esta madraza hija de puta a la que llaman patria. Su patria.
En aquel momento, parecía una buena idea
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