LAS BODAS DE ISABEL
Según cuentan algunos que tienen hilo directo con el Más Allá, en el
Paraíso del otro mundo y para matar el aburrimiento pues la Eternidad al final
se hace muy pesada, cada cierto tiempo y para premiar el comportamiento de
quienes no pueden salir de él —en el infierno se lo pasan dabuten, de allí no
quiere salir nadie—, organizan torneos de cualquier cosa teniendo en cuenta a
las almas según las diferentes épocas del mundo pasado donde les cupo la ventura
o la desgracia de vivir.
Como a nuestro protagonista le tocó en suerte batirse a espada desnuda, pues
aquel era el medio que empleaban para descuartizarse durante el tiempo que le
tocó habitar en este mundo, tuvo la chiripa de quedar emparejado en la final
con su rival de toda la vida. Allí las espadas no son de acero sino como las
que usan en la guerra de las galaxias; a pesar de no salir sangre ni tampoco
resultar nadie muerto pues ya lo están, hacen pupa y la cosa va por puntos, no
de sutura naturalmente. En contra de lo que nos han contado, no todo es orégano
en el monte Parnaso; las almas conservan un pequeño archivo de vivencias terrenales
y en el de nuestro caballero, al perdedor lo tiene enfilado.
La paliza recibida por su contrincante fue homérica. Una vez tengamos
conocimiento de quien fue su oponente, comprenderemos que así fuera. El premio
consistía en volver por un tiempo a la época actual, a revivir su estancia en
carne mortal o casi, en el lugar donde perdieron la vida y con un mínimo de
recuerdos. Otros muchos participantes en anteriores torneos volvieron asqueados
antes de hora por lo que encontraron. Juraron que lo más que participarían
sería en unas partidas de mus o guiñote.
Y así fue como el vencedor volvió, amnésico perdido, sin previa
preparación para lo que iba a encontrar o de donde venía y con los
conocimientos imprescindibles para llegar donde creía que era su destino pero
sin saber quién era y posiblemente tampoco sin saber lo que buscaba. Lo cual
tiene su intríngulis.
EL VIAJE
Tras varias jornadas de viaje a caballo, llegó por la noche a la ciudad
encontrándola muy cambiada, desconocida. Si no hubiera sido por aquella puerta
que seguía casi igual a cuando partió, hubiera creído hallarse en otro lugar.
Pensándolo mejor, cogería su montura y saldría a pasar la noche en la vega, al
abrigo de los cañaverales del río Alfambra. No iba a ser novedad para él pasar
la noche al raso cuando durante tantas vigilias sus huesos soportaron climas y sueños
peores. Ocultó al caballo y amontonando unas cañas junto a la silla, dio como
bueno el lecho. Mañana será otro día.
Al poco rato de intentar un merecido descanso, un estruendo infernal lo
despertó. No sabiendo cual era la causa y ante el temor en él generado, se
desembarazó de las ropas de abrigo y empuñó la espada. Calmó al caballo
acariciándolo y susurrándole palabras de tranquilidad; sus orejas tiesas daban
a entender que aquellos ruidos lo habían asustado, no quería que su miedo
desvelara el lugar donde estaban. Una vez serenado el animal, cautelosamente
dirigió sus pasos hacia el sitio de donde provenían las voces. El estrépito inicial
hacía rato había cesado pero el bullicio iba en aumento.
A través del cañaveral, pudo observar en la otra orilla del río a media
docena de individuos que hablaban una extraña jerga la cual no alcanzaba a
comprender. Alguna palabra suelta, pero en conjunto, no se enteraba de lo que
decían. Bebían y reían escandalosamente y, de forma extraña, liaban una especie
de canutos que a él le resultaban desconocidos. Poco a poco, entre risas,
bebida y canutillos, aquellos extraños fueron aumentando el volumen de sus
conversaciones y risotadas, ajenos totalmente al espionaje de que eran objeto;
bebían de unos tarros que al parecer les provocaban eructos y entre ellos
competían para ver quien lo hacía con más estridencia. El caballero, con buen
criterio, dejó su otero y volviendo con el caballo se dispuso a reanudar su
fallido sueño pues aquellas personas, al estar al otro lado del río, no
significaban ningún riesgo para él o su montura…
A la mañana siguiente, antes de que despuntaran los primeros rayos de
sol, lo primero que hizo tras desperezarse fue indagar lo ocurrido la noche
anterior. Sigilosamente observó y vio unos artilugios con dos ruedas y a los bulliciosos
visitantes que yacían esparcidos por el suelo o apoyados en aquellos artefactos.
Volvió junto a su montura, la acarició y limpió antes de proceder a ensillarla.
La acercó a un campo de alfalfa para que se alimentara al tiempo que él procedía
a hacer lo mismo con las viandas que portaba en sus alforjas.
No había terminado su frugal desayuno, cuando escuchó el estruendo de la
noche anterior. Se levantó raudo y dirigió sus pasos a saciar su curiosidad.
Montando a horcajadas como si de un caballo se tratara, dos personas con
extrañas vestimentas negras jinetearon sobre cada artilugio y este salía veloz
atronando el ambiente. Uno tras otro, abandonaron el sitio dejándolo
estupefacto. Su montura era silenciosa y por supuesto ni en sueños alcanzaba
esa velocidad.
Ya preparados, caballero y corcel, cabalgaron hacia la entrada de la
población que la noche anterior habían visitado y abandonado. Mucho antes de
llegar, sus ojos no daban crédito a lo que veían. Su caballo se mostraba
receloso y asustadizo, con las orejas atentas a todos los ruidos y
continuamente debía dedicarle palabras de tranquilidad. Máquinas, porque debían
ser máquinas, con cuatro ruedas, que corrían veloces con varias personas
dentro. ¿Dónde ocultaban los caballos? O aquellas otras de dos ruedas que ya
había visto antes en la vega. Las gentes, algunas, con vestimentas muy
diferentes a la suya.
Cada vez se sentía más apabullado. Sin embargo, él no parecía causar
ninguna sorpresa o asombro al resto de habitantes. Entró a la ciudad por la
puerta amurallada encontrándola muy cambiada, pues solo quedaba parte de la defensa
incompleta. Los arcos del acueducto se conservaban, pero el resto, era muy
diferente. Dirigió al caballo por las estrechas calles aledañas buscando el
centro y su casa. Aquello parecía ser una feria, por doquier había puestos de
comida y bebida, músicas y danzantes. Las gentes, variopintas, con vestimentas
raras unas, de su época otras. Hasta vio un obispo barbudo en una plaza dando
bendiciones, cosa de por sí extraña, y pasándole el brazo por el hombro a una
señora.
¡Qué falta de respeto, un prelado en esas composturas y en público! En la
posada del Tozal quiso dejar al caballo mas no fue posible. Hacía tiempo que ya
no se alojaban animales y carruajes en ella. Montado sobre el bello animal, las
gentes le miraban y admiraban pues no causaba extrañeza o espanto, lo veían y
creían integrado en el ambiente festivo. Quiso ir a casa de su amada pero no
acertaba a encontrarla. Descabalgó y a pie recorría las calles en medio de la
muchedumbre bulliciosa. Le ocurría como la noche anterior, a duras penas
lograba entender la jerga de aquellas gentes.
Desorientado, se dijo a sí mismo que lo mejor era salir de aquel frenesí
y recapacitar sobre la manera de proceder en el futuro. Incluso hubo personas
que le rogaban posara con ellos para uno foto, asunto este que por completo
desconocía y al que sin embargo no dudaba en acceder para complacer a los
peticionarios. Los flashes le causaban temor y a punto estuvo de desenvainar la
espada en más de una ocasión.
Fuera del barullo preguntó a otro que, por su vestimenta, parecía ser
como él.
— ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué se celebra?
— ¿Acaso no lo sabes? ¿De ande has salido maño? Si viene muchisma genteee,
hasta del extranjero. Unas celebraciones que ahora montan todos los años
p`atraer a los turistas. (Así simplificaba los actos y las explicaciones)
— ¿Quiénes son? Desconozco lo que mencionas.
—Son las bodas de… —el estruendo de una charanga borró el hilo de la
conversación—... de Azagra, unas gentes que vivieron hace muchos años —. Pa’que
saldrán de casa, pensó. Seguro qu’es algún guiri que estrena traje nuevo.
—Maño pues pa’ no saber de qué va, vaya traje lujoso que te gastas ¿Te
encuentras bien? —. Parecía que las noticias lo ponían más apesadumbrado.
—No pasa nada, gracias ¿Sabes donde podría dejar mi caballo?
—A lo mejor ahí abajo en el Rabal encuentras algún lugar aparente para él.
Hacia allí se dirigió el caballero, en busca de sitio donde acomodar al
caballo. Encontró a un hombre y le preguntó si había alguna posibilidad de
hallar una cuadra para su montura.
—Que yo sepa no hay, le contestó, puede si quiere dejarlo en mi corral,
yo se lo guardo hasta que vuelva. Tengo animales y podría darle algo de comer —.
Quedaba claro que el hombre había venido a las fiestas y lugar donde guardar al
caballo, harto difícil lo tenía.
—Gracias, muchas gracias, se lo compensaré —. Y le entregó unas monedas.
El “posadero” iba a alegar que aquello no eran euros pero cuando comprendió que
eran de oro, enmudeció.
Seguía teniendo mucha dificultad de entendimiento y a los demás con él
ocurríales lo mismo. Ya libre, volvió al centro de la ciudad de nuevo.
Intentaba reconocer los edificios mas era prácticamente imposible. Algún
vestigio remoto, pero no, no era aquella su ciudad, sin duda se había
equivocado. Deambulando, siguiendo la corriente humana, pasó de la plaza hasta
llegar a una iglesia cercana. Todo comenzó a darle vueltas al ver unas
esculturas y la gente que en silencio las contemplaba.
Los nombres escritos, y su historia, lo sumieron en la mayor de las
confusiones. Un escalofrío comenzó a recorrer su espalda al tiempo que en su
mente se iba haciendo algo de luz. Por su memoria discurrían rápidas imágenes
inconexas en las cuales se mezclaban nombres, voces. No es posible, se decía,
no puede ser cierto. Aquí ha debido ocurrir un error. ¿Cómo he podido venir a
parar a esta situación y en estas circunstancias? Salió trastabillando del templo
como un vulgar beodo.
La plaza se hallaba llena a rebosar y la marea humana lo arrastró hasta
la puerta de la Catedral donde había un gran catafalco. Se acercó hasta el armazón
observando lo que allí tenía lugar. De momento, nada. Un personaje barbudo vestido
de obispo con su báculo y su mitra, el mismo que ya antes había visto aunque
sin la parafernalia ceremonial; se encontraba a su lado.
— ¿Qué ocurre Eminencia?
— ¿Eres de fuera? ¿No lo sabes?
—Han transcurrido muchos años desde que partiera y a mi retorno hallo
todo cambiado, me encuentro desconcertado. Nada es igual a cuando marché. Ha
desaparecido mi casa y la ciudad no conserva más que restos de la muralla que
había cuando salí.
El “obispo”, uno más de lo muchos ciudadanos vestidos de época, miró con
sorna al visitante. Este ha empinado el codo y se cree el papel que está
interpretando.
—Necesitas descansar y serenarte, hijo. Busca un lugar tranquilo y espera
que la situación mejore —. Y le dio su «bendición». Madre que tajada lleva el
tío este. ¿De ande habrá salido?
Sin embargo, algo había en él diferente a los demás. Al mirarle, no daba
la impresión de ser un figurante común; la sensación que emanaba de su figura
era la de un ser real, sin artificios. Cada vez más confundido, vagó por las
calles adyacentes dirigiéndose a las murallas por donde había accedido a la
ciudad. En uno de aquellos rápidos flashes, su memoria captó aquella última
visión el día de su marcha, hacía muchos años.
¡Dios mío, la muralla es la misma, pero esta población no la reconozco!
¿Qué me está pasando? Nada es igual, excepto yo. ¿Qué hago aquí? El torbellino
de imágenes y sensaciones lo habían aturdido. Intentaba serenarse, pero su
cabeza parecía una olla a presión. Las momias y los nombres del Mausoleo habían
sumido su mente en una honda contradicción. No podía ser cierto lo que en ellos
se explicaba. Debía volver allí y pedir aclaraciones al encargado o párroco de
la iglesia de san Pedro. Todo cuanto recordaba había desaparecido.
Como un zombi, vagó sin rumbo pasando por los puestos callejeros de
comida y bebida. Una peña bullanguera lo engulló y una mujer desinhibida, al
verlo tan apuesto y con una hombría más que envidiable, quiso darle un beso en
los labios. Inmediatamente se apartó horrorizada; la frialdad de sus labios y
la visión profunda de sus ojos helaron su corazón.
Llegó a una plaza en la cual, al pie de una torre, unos caballeros tenían
montada una jaima y realizaban ejercicios de defensa y ataque con las espadas.
Quedose mirando un rato y al verlo tan bien preparado, los caballeros de pega
le invitaron a participar con ellos en los juegos y la barbacoa. Craso error,
en un abrir y cerrar de ojos los había desarmado a todos y al último le había
puesto la espada en el cuello. Presa del terror, el caído le suplicó no le
hiciera daño y una vez libre, le conminaron a que inmediatamente abandonara la
jaima o avisaban a la policía.
Pero él seguía sin entender nada. Era uno más dentro de la multitud. Mas no
pasaba totalmente inadvertido. Algunos, incluso, le siguieron pidiendo se
hiciera fotografías con ellos pues desprendía realidad, autenticidad, cosa que
no comprendía y le intimidaba todavía más si cabe. Aquellas vestiduras, ricas,
de guerrero medieval, el enorme espadón que portaba dentro de la funda, su tez
curtida por el sol y el aire, conferíanle un porte aristocrático, de persona de
casa rica y acomodada. Intentó entrar a la Catedral, pero no le dejaron.
Caminó de nuevo hacia la cercana plaza de la fuente y se sentó en el
suelo junto a otro catafalco. Aún dentro del enorme bullicio, el cansancio y la
fatiga hicieron el milagro, quedó adormilado. Su cabeza, no obstante, seguía
asimilando y procesando imágenes actuales y pasadas sin llegar a poder
descifrar esas ráfagas luminosas que a veces encadenaban pasajes y paisajes presentes
y pretéritos.
La tarde amenazaba tormenta aunque de momento, el cielo solo avisaba de
sus intenciones respetando el desarrollo de todo el ceremonial. Ajenos a cuanto
se desarrollaba a su alrededor, los organizadores de la fiesta estaban inmersos
en un gran aprieto. El actor principal de la misma, se había indispuesto y
sería casi imposible pudieran disponer de él.
— ¡Dios mío! Solo nos faltaba esto. Si será bandarra el zángano este. Está
mamau el desgraciau ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Estamos a punto de empezar la ceremonia y nos falta el actor principal —.
La posible tormenta los tenía desquiciados, pero el nuevo contratiempo, a éste le
impedía razonar siquiera.
— ¿Por qué no ponemos a otro? Al fin y al cabo, solo tiene que ir en el
catafalco haciendo el muerto. Cuando todo acabe, lo metemos rápidamente a la
Catedral y en paz.
— ¿Y si despierta en mitad de la función?
—Lo aleccionamos bien y le decimos que pase lo que pase él no levante la
cabeza ni diga nada. Aunque caigan chuzos de punta —, añadió mirando al cielo.
— ¿Y dónde encontramos a una persona así, de sopetón?
—Vamos a hablar con ese figurante. Su aspecto es idóneo.
—No por dios, es mejor suspender el espectáculo.
—Eso nunca. Nos iban a linchar, antes te tapo con una manta y ocupas su
lugar. Espera, déjame a mí.
—Oiga caballero, por favor, necesitamos su ayuda.
— ¿Para qué?
—Verá, estamos celebrando unas bodas ficticias y un funeral y el actor
principal ha enfermado y no tenemos sustituto. No habría de hacer nada, solo ir
ahí echado hasta que yo le diga que todo ha concluido.
La cabeza parecía estaba a punto de estallarle. Los nombres de los
contrayentes —a pesar de la charanga, algo captó— le sumían en un vértigo
difícil de controlar, escapaban a su raciocinio pero, sin saber por qué, le era
familiar el de la novia. Tampoco asimilaba todas las palabras pronunciadas por
aquella persona; aunque con vaguedad, sí que entendía la petición para que
yaciera sobre aquella cama improvisada.
—Vale acepto. Con una condición: al final me explicará que está
ocurriendo aquí, no entiendo nada.
Cualquier cosa era mejor que permanecer allí devanándose los sesos. Al
verlo de pie, aquel cómico supo que estaba delante de un ser excepcional. Ni
aún haciendo un casting internacional, podría haber encontrado un actor tan
aparente. Con sumo cuidado, le hizo tenderse y ordenó sus vestiduras, con la
espada sobre su pecho, dando una imagen realmente espléndida.
—Usted no se mueva ni haga nada hasta que yo lo diga. Oiga lo que oiga.
Aunque apedree.
Cuando lo sacaron a la calle para iniciar lo que sería la ceremonia del
entierro, un ¡Ohhhhhhhh! general recorrió la muchedumbre. Nadie reconoció al
vagabundo que no hacía tanto rato se había paseado entre ellos. Habíase
transfigurado y llenaba todo. Los presentes, tenían la sensación de asistir a
un sepelio real más que a un espectáculo. Las personas más sensibles, no
pudieron reprimir el llanto. Todo parecía tan auténtico…
Entre tanto, mentalmente, él repasaba su situación. Tras muchos años de
ausencia y pobreza, había retornado en busca de la mujer que amaba. El
caballero había partido hacía mucho tiempo en busca de fortuna para que en casa
de la mujer amada aceptaran su petición de matrimonio entre ambos. Ahora, con
una posición más que aceptable, confiaba en poder conseguir su objetivo: ser
aceptado y casarse con su adorada.
Al presente, podía ofrecerle algo más que su amor para contentar a sus padres.
-¡Maldito el hombre que
virtudes siembra,
para coger cosecha de
desgracias!
Musita en
silencio, como si alguien le hubiera soplado esa idea.
Cuando llegaron a la puerta de la Catedral, la actriz, sin apercibirse
del cambio de actor, recitó su papel.
Pero también de mí se
apiada el cielo,
Ya de la eternidad me
abre la puerta,
Y de mis ojos huye el
mundo entero,
Y una tumba diviso
solamente
Con un cadáver, y a su
lado un hueco.
¡Marcilla….! Yo te amé,
siempre te amaba…
Tú me lloraste ajena,
tuya muero
J.A. Hartzenbusch
Al darle el beso requerido en el guion, al caballero yaciente se le disipó
la niebla que nublaba su mente; se encontró a sí mismo, ya muerto, y a la
verdadera protagonista, exánime, apoyada sobre su cadáver. Sin saberlo, había
regresado a buscar el beso que un día le negara su amada y el Destino se
confabuló en brindárselo. El recibido de labios de una amante ficticia, le
devolvió a su realidad. Por fin, aunque de prestado, Isabel le había dado en
vida el beso negado.
Tomando la mano de Isabel, Juan le susurra acariciando su pelo:
-No temas nada Isabel, amada mía, ya nada nos separará de aquí en
adelante. Seremos leyenda viva, revivida e imperecedera y nuestro amor,
desgraciado en vida, será ejemplo universal para muchos tras nuestra muerte. Los
dos, unidos, estaremos por siempre en la Eternidad y en la memoria de la Ciudad
que nos vio nacer y morir.
TRAS LA TRONADA
Pero… ¿y qué fue de la realidad? El Destino no podía dejar al albur el final
de la conjura. El falso Diego, el actor, debía su indisposición a la trompa pillada
por la mañana, con media hora de tregua al mediodía. Cuando en medio de los
vapores del alcohol vio partir al catafalco, el cual debía haber sido ocupado
por él, dando trompicones y en medio de la multitud que no le reconoció dado su
estado, de la Plaza del Torico se dirigió por la calle Amantes hasta la puerta
de la Catedral, donde quedó agazapado durmiendo la mona bajo las escaleras de
madera instaladas para el evento.
Una vez realizado el largo paseo de la procesión, con la exposición del
difunto Diego antes de celebrar su funeral en el templo, se procedió a seguir
la representación.
Isabel, la actriz, pronunció las palabras ya mencionadas con anterioridad
y justo en el momento de darle el beso a Diego, tal y como al guion convenía,
el cielo no pudo aguantar por más tiempo. Un rayo cayó en la veleta del
campanario de la Catedral dejando a todos como si de la resurrección de Cristo
se tratara. El trueno, al unísono del relámpago, aturdió a los presentes al
tiempo que el velo de las nubes se rasgó dejando caer agua sin tiento.
La fingida Isabel, tuvo un instante para darse cuenta de la desaparición
de Diego —Juan Martínez de Marcilla— en el momento de depositar sus labios en
los de él, pero el rayo y el trueno acabaron la labor: se desmayó de verdad,
había dejado de ser actriz. El falso amante, al ver vacía la cama en la cual
había estado yaciendo Juan, aprovechó para en medio de la confusión, ocuparla;
eso sí, de manera incorrecta pues Isabel lo impedía. La pedregada desatada a
continuación, le disipó rápidamente los vapores etílicos y buscó refugio en el
interior del templo olvidando a la desfallecida chica. El personal, mirones,
figurantes y actores, se escabulleron como pudieron a refugiarse del diluvio
que sin previo aviso, les estaba cayendo encima.
Los organizadores intentaron meter a la protagonista en la Catedral. Vano
propósito, ella seguía inconsciente. Cuando lo consiguieron, doloridos por la
piedra caída como huevos de paloma, no dejaban de mirarse entre sí; el color de
su cara lo decía todo: blancos como la nieve.
— ¿Qué ha pasado Roberto?
—No tengo palabras para explicarlo Francho, pero aquí acaba de ocurrir
algo que escapa a mis sentidos. Sobre todo que la directora no descubra el
cambiazo “de muerto”.
—La gente ha huido sin darse cuenta, pero el figurante que portábamos en
andas, se evaporó cuando la tormenta dio comienzo. El rayo pareció ser la
señal. Luego el otro intentó ocupar su lugar y pareció que todo seguía igual,
pero yo sé que no era así. Con la curda que lleva, el falso Diego no recordará
ni su nombre.
—Pienso lo mismo que tú maño, pero aún sigo acojonadico y la chica no
despierta. Deberíamos llamar a un médico.
—Tranquilo, ya la están atendiendo los de Cruz Roja, pero no recuerda
nada, sufre amnesia.
—Debió percibir cuando el otro se volatilizó y le ha afectado más que el
trueno.
— ¿Sabes que te digo? No pienso volver a formar parte del comité
organizador. Esto no podré olvidarlo nunca, tampoco podemos divulgarlo. Todavía
tengo los pelos del cogote como escarpias y el susto encima.
—Tienes razón, solo tú y yo sabíamos que el Diego que transportábamos no
era el actor y ahora ha desaparecido y la chica se ha trastornado del susto.
—Esperemos que nadie más haya apreciado el cambiazo, el escándalo formado
sería inexplicable. Oye, no entiendo la manía que tienen todos de llamarlo
Diego cuando se llamaba Juan, es una ofensa para su recuerdo. Reivindico el
nombre de Juan Martínez de Marcilla
—Estoy de acuerdo contigo Francho, quizá todo este lio haya sido una
venganza desde el Más Allá. Que acabe el día pronto pues ahora el que va a
remojarse por dentro soy yo, que no me llega la ropa al cuerpo.
—Te acompañaré Roberto, esto no se me olvidará nunca.
¿Y el caballo? Bien, gracias. Aunque ahora que lo pienso, no tengo ni
repajolera idea. ¿Lo dejamos viviendo con el rabalero o lo esfumamos también?
PD.- ¿Habéis adivinado quién fue el receptor de la paliza en el
enfrentamiento celestial? Pues claro, don Pedro de Azagra, marido de Isabel.
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Apéndice
Histórico informativo, no vinculado al relato.
(Traducción
del manuscrito del notario Yagüe de Salas. Es copia literal)
Páginas
88 a 91, en ambos idiomas
Juan
Martínez de Marcilla e Isabel de
Segura.
Año
mil doscientos diecisiete.
Fue
juez de Teruel D. Domingo Celadas.}
Ya
que hemos relatado males y guerras, bueno será que hablemos de amor, no falso,
sino auténtico.
En
Teruel vivía un joven llamado Juan Martínez de Marcilla, que tenía veintidos
años. Se enamoró de la hija de Pedro Segura. El padre no tenía otra, y era muy
rico. Los jóvenes se amaban mucho, y se hicieron novios. El joven le dijo que
deseaba fuera su esposa, y ella le respondió que aquel deseo era también suyo,
pero que supiese que no lo haría, a menos que lo autorizaran su padre y su
madre. Entonces aún la quiso más. Se lo hizo saber a su padre. Su respuesta fue
que le honraba el joven y era bien recibido, pero que tenía pocas riquezas, y
su padre tenía otros hijos, por lo que no podría aumentarlas y que el podía
darle a su hija treinta mil sueldos, y después tendría toda su casa, por lo
tanto no lo aprobaba. Y al joven le fue bien explicado, quien respondió a la
chica, que ya que su padre sólo se oponía por el dinero, que si ella lo quería
esperar cinco años, el iría a hacer riqueza donde la hallase, por mar o por
tierra. Para abreviar, ella se lo prometió.
Ya
que la historia es larga, decir que luchando contra moros, por mar y por
tierra, en esos cinco años ganó más de cien mil sueldos.
La
muchacha fue en ese plazo de tiempo muy importunada por su padre para que se
casara. Ella le respondía que había hecho voto de virginidad hasta que tuviera
veinte años, pues las mujeres no debían casar hasta que pudieran y supieran
llevar su hogar. El padre, que la amaba, la quiso complacer. Cumplidos los
cinco años, el padre le dijo:
-Hija,
mi deseo es que te cases.
Ella,
viendo que se había cumplido el plazo de los cinco años, y no sabía nada de su
enamorado, aceptó. Enseguida la desposó el padre, y al poco tiempo se
celebró
la boda. El otro llegó.
“esto que sigue está al margen:
aquí
falta por haberse perdido una hoja del libro donde estaba esto escrito, y es
contar el modo que tuvo para entrar en casa de ella y ponerse tras el lecho
para hablarle y decirle lo que se sigue. Y prosigue”*:
Y
dijo: Bésame que me muero.
Ella
respondió: Dios no quiera que yo le falte a mi marido. Por la pasión de Cristo
os suplico que cortejéis a otra, que conmigo no cuentes. Dios no lo ha querido,
no lo quiero yo.
Le
dijo otra vez: Bésame que me muero.
Respondió:
No quiero.
Y
entonces cayó muerto.
Ella,
que lo veía como si fuera de día por el resplandor de la luz de la habitación,
se puso a temblar, y despertó al marido, diciendo que roncaba tanto que le daba
miedo, que le contase alguna cosa. Él le contó una broma. Ella dijo que quería
contar otra. Y entonces le relató sus amores, y de cómo de un suspiro su
enamorado expiró.
Le
dijo el marido: ¡malvada, porque no lo besó!
Ella
respondió: Pero no le faltó a su marido.
-Ciertamente,
-dijo el- ,más bien es digna de alabanza.
Dijo
entonces: Levantaos, que a Juan Martínez, el que ha vuelto tan rico, lo
encontraréis muerto detrás de la cama.
Él
se levantó todo alterado; y no sabía que hacer.
Decía:
Si la gente se entera que aquí está muerto, dirán que lo he matado yo y me
meteré en gran lío.
Acordaron
que entre ambos lo llevasen a casa de su padre. Así lo hicieron con diligencia,
sin ser vistos.
El
preocupado padre, que no sabía dónde estaba su hijo, no durmió en toda la noche
ni se desnudó. Al alba, abrió la ventana, y vio a su hijo tendido a la puerta.
A grandes gritos, buscabanle como lo habían matado, y no encontraron señales.
Al
final, no hubo más remedio que enterrarlo. Como era rico e influyente le
hicieron gran funeral.
La
joven se puso a pensar cuanto la había querido y había hecho por ella, y que
por no quererlo besar había muerto.
Decidió
irlo a besar antes que lo enterrasen, y haciéndose acompañar se fue a la
iglesia de San Pedro, pues allí lo tenían. Las mujeres honradas se levantaron a
su paso. Ella no se preocupó mas que de ir donde el muerto; y descubrió su
cara, apartando la mortaja, le besó tan fuerte que se desvaneció.
Y
estaba estática que no se cayó. La gente, que veía que no siendo pariente,
estaba así sobre el muerto, fueron algunas parientas para decirle que se
apartase, y vieron que estaba muerta. Venido a noticia del marido, entonces
delante de todos él contó el caso según se lo había dicho ella.
Acordaron
de enterrarlos juntos en una sepultura. Se hicieron muchos actos, que aquí se
han resumido como se puede apreciar.
(*)
En letra normal la apostilla de Yagüe de Salas; en negrita la nota marginal que
llevaba el original copiado por él.
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