Como en un cuento de hadas, navegando por las procelosas e ignotas aguas del Iberus River, a pesar de la impenetrable niebla que la ocultaban, te escondías jugando a los cuentos que todavía faltaban por escribir y descubrir. Una tormenta invernal de esas que barren el Levante, te ocultó definitivamente a pesar de ser escabel tendido a tus pies. Quizá un día, cuando la Tramontana azote las tierras amenazadas del Delta, esas mismas aguas del río cual mensajeras de sus fuentes, arriben la barca a la recién formada isla de su desembocadura. Pero ese puente, ya lo cruzaremos cuando lleguemos a él.
(LA
LIBRETA ROJA)
Liberé mis pies de las
aislantes botas dieléctricas y sentí con alivio cómo los pequeños dedos
parecían recobrar la movilidad. Sonreí divertida. ¿Hubiera recorrido un
príncipe todo el reino para convertir en princesa a su Cenicienta si ella
hubiese perdido una de aquellas enormes botas en lugar del delicado zapatito de
cristal?... Mi sonrisa se hizo más amplia. ¡Tenía que contarle esta nueva
ocurrencia a mi abuela! Desde pequeña, uno de los juegos favoritos que
compartíamos era "el reinventacuentos". Mi abuela se sentaba
solemnemente en su hamaca y, cuando tenía conseguida toda mi atención, decía
con falsa seriedad: Alicia, hoy reinventaremos…uhmm… -sabía perfectamente cómo
aumentar mi expectación- …reinventaremos… uhmm… ¡sí! ¡hoy reinventaremos ése! — ¿Cuál, abuela, cuál? ¡Dímelo ya! — la apremiaba excitada.
—He pensado que… ¡La Bella
Durmiente!
—¡Síííííííí!-Y las dos
reíamos alborotadas sabiendo que volveríamos a elaborar un cuento maravilloso y
único, que poco, o nada, tendría que ver con el original.
Ya no podría decirle la gran
importancia que están teniendo para mí las enseñanzas que se escondían dentro
de aquellos juegos. O sí podía decírselo, pero no estoy segura de que su
enfermedad le permitiera comprenderlo. El Alzheimer se había adueñado de su
mente y, sólo muy de vez en cuando, una mirada diferente, una sonrisa, o un
ademán de sus manos intentando acariciarme, me dejaban pensar que me reconocía.
Como el mes pasado, en la Residencia de ancianos en la que ahora vivía, cuando
le conté que había superado las pruebas para el puesto de Técnico-electricista
del Ayuntamiento. Me agarró torpemente las manos y yo pude percibir lo
orgullosa que se sentía.
Aún llevaba puesto el buzo
antiestático que usaba por seguridad en mi trabajo, y abrí el grifo de la ducha
mientras me lo quitaba. Me gustaba tomarme mi tiempo y disfrutar sin prisa del
agua reconfortándome tras el cansancio, pero hoy era viernes y prefería no
entretenerme más de lo necesario. Tenía poco más de una hora desde que salía de
trabajar hasta que acababa el horario de visitas en la Residencia, y los
viernes me gustaba pasar ese rato con mi abuela.
Comprobé que en el bolsillo
interior de mi bolso seguía escondido el chupa-chups que siempre llevaba para
ella. Me encantaba ver aquel brillo en sus ojos cuando me veía entrar con el
bolso en la mano y empezaba a revolver dentro de él en busca de su sorpresa,
mientras yo le contaba lo que había pasado, o lo que había pensado, desde mi
última visita.
—La señora Alicia parece
algo nerviosa hoy —me dijo Luis, el celador—. Desde la hora de la comida está
impaciente y se ha resistido a levantarse de su hamaca esta tarde. Creo que
intuye que es viernes y que no tardarás en llegar.
—Gracias, Luis —le contesté—
y avancé por el pasillo apresuradamente.
—Abuela, ¿se te estaba
haciendo largo? —le dije después de darle un beso— mira a ver si encuentras lo
que traigo aquí. Y ella hurgó dentro de mi bolso hasta dar con la cremallera
interior y descubrir con ilusión que también hoy, allí escondido, venía su
chupa chups.
Reaccionaba igual que una
niña. ¡Una niña de 82 años! En algún lugar de su inconsciente había quedado
atrapada la mujer inteligente y fuerte con la que yo había crecido y, de tan
prisionera, no podía regresar. Pero yo sabía que, oculta en un rincón de su
mente, seguía aquella abuela que me decía con gran seriedad, mientras reparaba
un grifo, cosía una cremallera, o arreglaba un enchufe: "Alicia, pasé toda
mi juventud creyendo que había tareas de hombres y tareas de mujeres; que una
mujer no podía aspirar en la vida a nada que no fuera ser la dócil y
complaciente esposa de su marido y la sacrificada madre de sus hijos; que su
prestigio era el del hombre con el que se casaba; que no necesitaba
independencia económica ni emocional porque ya la tenía él y que sus
necesidades materiales y afectivas debían pasar a un segundo plano. Y creí eso
hasta que me quedé viuda. Entonces me di cuenta del gran engaño. Una mujer no
ha nacido sólo para sobrevivir, está llena de capacidades y tiene aspiraciones
y expectativas, debe asumir la plena responsabilidad de su presente y de su
futuro, y es perfectamente capaz de hacer cualquier cosa que se proponga. Igual
que un hombre. Solo tiene que estar convencida de que puede
—Vamos, abuela, salgamos a
dar un paseo por el jardín. Hace una tarde estupenda, pero si tienes frío,
volveremos a tu habitación y me quedaré contigo hasta que Luis venga a buscarte
para la cena -le dije mientras la llevaba hacia la salida.
Con frecuencia sentía que
hablar con mi abuela era lo mismo que pensar en voz alta y, a pesar de que los
médicos insistían en que le hacía mucho bien mi conversación, yo sospechaba que
verbalizar mis pensamientos era una terapia que me beneficiaba más a mí que a
ella.
Caminábamos de la mano.
— ¿Sabes lo que estuve
pensando ayer, abuela? Pensé que, aunque las dos nos llamamos Alicia, no fue
por nuestro nombre por lo que nunca reinventamos la historia de Alicia en el
país de las Maravillas, como creía de pequeña. Recuerdo que decías que ese cuento
no debíamos cambiarlo porque era perfecto tal como estaba y que descifrar su
significado era un ejercicio que dejabas para que hiciera yo solita. He tenido
que llegar a los 26 años para comprenderlo, pero al fin he descubierto lo que
querían decir tus palabras.
Alicia la del cuento pasa la
tarde entre la indecisión y el aburrimiento cuando se cruza con el Conejo
Blanco que corre diciendo: « ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde! ¡Estoy
perdiendo mi tiempo!…» y decide seguirle hasta lo que será el País de las
Maravillas. Ahora sé, abuela, que el conejo era la llamada de su voz interior.
Y también sé que Alicia no cayó por un agujero tras él, sino que entró dentro
de sí misma. Y que allí encontró puertas cerradas que tuvo que aprender a
abrir. Y conoció, revestidos de los personajes del cuento, a sus propios
enemigos (el miedo, la vanidad, el egoísmo…).Y, también encubiertas, vio las
armas de las que disponía para combatirlos (el valor, la bondad, la
confianza…). Sé que tuvo que enfrentarse a todos y derrotarlos para poder
regresar al mundo consciente, ya libre y dueña de su propio destino. Querías
decirme que yo también debería superar ese proceso, ¿verdad? Ése era tu
mensaje.
Parece que te estoy oyendo:
«No sacrifiques tu vida personal, tus sentimientos, ni tus metas al capricho de
nadie. No eres menos valiosa por ser mujer. Sabes pensar, luchar y tomar
decisiones, y no debes permitir que te priven de tus sueños». Abuela, ¡con qué
destreza ibas descubriendo para mí las trampas que se camuflaban en muchos de
mis cuentos infantiles y qué hábilmente las invalidabas mediante el juego de
reinventarlos!
¿Recuerdas aquel de la
princesa que debía dormir toda la noche sobre un guisante? Hacíamos que, por la
mañana, matriculase al príncipe en un curso de labores del hogar para que aprendiese
a hacer bien la cama. «Porque en una pareja —decías— la relación debe
construirse sobre la igualdad, y las tareas domésticas no son exclusivas de la
mujer».
Caperucita y su abuelita no
se dejaban engañar por el lobo en nuestro cuento, ni eran devoradas, ni las
salvaba un fuerte leñador, sino que ellas mismas, cinturón negro de kárate,
inmovilizaban al animal antes de entregarle en comisaría. «Las mujeres
—añadías— son inteligentes, y deben aprender a defenderse solas. Esto no significa
que no pueden pedir ayuda si la necesitan. Es importante tener amigos, pero no
deben depender de ellos para que resuelvan sus problemas».
En Blancanieves, ella
trabajaba en la mina porque deseaba independencia económica para vivir en su
propia casa, y el príncipe y el enanito Gruñón se enamoraban y eran muy felices
el resto de su vida. Al terminar me decías: «Alicia, tienes que aprender a
asumir tus propias responsabilidades, a construir tu futuro con autonomía, y a
no permitirte ningún tipo de discriminación».
Nuestra Ratita Presumida
encontraba la moneda en el suelo del taxi que conducía y la invertía en un
libro titulado «Brico-chapuzas del hogar», aunque tenía que exigírselo al
librero, que se reía de ella porque pensaba que el bricolaje no era cosa de
chicas. Cuando te escuchaba, abuela, sabía que estabas hablando de ti misma. La
ratita eras tú porque también eras taxista y, como ella, no te dejabas
intimidar por los prejuicios de quienes te criticaban.
Me explicabas que no hay
trabajos masculinos ni femeninos y que las mujeres debemos hacer que se
reconozca nuestra capacidad para ocupar cualquier puesto en igualdad y con
idéntico salario que los hombres.
Abuela… ¿Te acuerdas?... Un
día te pregunté por qué casi todas las chicas en los cuentos eran bellas
princesas que sólo sabían quedarse en casa esperando al príncipe y, sin
embargo, si han protagonistas eran chicos, ellos tenían profesiones diversas y
corrían mil aventuras. «Era la cultura de la época en que los escribieron —me
dijiste— pero nosotras no pertenecemos a ella. Por eso los reinventamos, para
construir una sociedad nueva». De esta forma El gato con botas pasaba a ser La
gata sin zapatillas, Simbab el marino era Basimba la marina, El sastrecillo
valiente se transformaba en La modista valerosa, llamábamos Agustina a la la
lámpara maravillosa, y Juanita Temeraria a Juan Sinmiedo. Yo quería titular a
éste último Juan Cobardica pero tú no me dejabas. Decías que la finalidad no
era ridiculizar a los hombres, ni tampoco convertir a las mujeres en
caricaturas de ellos. Me explicabas que no debemos sentirnos inferiores porque
no lo somos; que las mujeres somos iguales a los hombres, pero que la igualdad
no consiste en masculinizarnos, sino en hacer que nuestros derechos sean
iguales a los suyos. Y como yo te escuchaba con cara de no entenderlo bien, me
lo aclarabas con un ejemplo divertido: «Alicia, no es que debas cortarte el
pelo, usar calzoncillos y renunciar a los tacones. Es que puedes decidir cómo
quieres peinarte, elegir cómo te gusta vestirte y escoger si quieres calzar
zapatos o zapatillas, porque eres una mujer libre». Tras conseguir mi sonrisa, seguías
diciendo con seriedad: «Pero es mucho más que eso. Algún día, los hombres y las
mujeres tendrán los mismos derechos y las mismas oportunidades y caminarán
juntos para lograr ese objetivo. La mujer no será discriminada y se acabarán
las desigualdades. Entonces podremos hablar de justicia. Confío en que tú verás
ese día».
Me detuve un instante
empapándome de aquel convencimiento que se había quedado impregnando el aire y
agradecí en silencio el esfuerzo de tantas mujeres que, como mi abuela, nos
enseñaron a perseverar en la lucha por la igualdad.
— Volvamos dentro —le dije
guiándola con cariño hacia la casa— tendremos que dejar para otro día a la
Bella Durmiente, Alí Babá, la Cenicienta… ¡Qué corta se hace una hora, abuela!
Volveré mañana.
Ella me miró y sonrió.
C. E.
No hay comentarios:
Publicar un comentario