Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

miércoles, 30 de agosto de 2017

IN MEMORIAM


Como en un cuento de hadas, navegando por las procelosas e ignotas aguas del Iberus River, a pesar de la impenetrable niebla que la ocultaban, te escondías jugando a los cuentos que todavía faltaban por escribir y descubrir. Una tormenta invernal de esas que barren el Levante, te ocultó definitivamente a pesar de ser escabel tendido a tus pies. Quizá un día, cuando la Tramontana azote las tierras amenazadas del Delta, esas mismas aguas del río cual mensajeras de sus fuentes, arriben la barca a la recién formada isla de su desembocadura. Pero ese puente, ya lo cruzaremos cuando lleguemos a él.

(LA LIBRETA ROJA)
Liberé mis pies de las aislantes botas dieléctricas y sentí con alivio cómo los pequeños dedos parecían recobrar la movilidad. Sonreí divertida. ¿Hubiera recorrido un príncipe todo el reino para convertir en princesa a su Cenicienta si ella hubiese perdido una de aquellas enormes botas en lugar del delicado zapatito de cristal?... Mi sonrisa se hizo más amplia. ¡Tenía que contarle esta nueva ocurrencia a mi abuela! Desde pequeña, uno de los juegos favoritos que compartíamos era "el reinventacuentos". Mi abuela se sentaba solemnemente en su hamaca y, cuando tenía conseguida toda mi atención, decía con falsa seriedad: Alicia, hoy reinventaremos…uhmm… -sabía perfectamente cómo aumentar mi expectación- …reinventaremos… uhmm… ¡sí! ¡hoy reinventaremos ése!

— ¿Cuál, abuela, cuál? ¡Dímelo ya! — la apremiaba excitada.

—He pensado que… ¡La Bella Durmiente!
—¡Síííííííí!-Y las dos reíamos alborotadas sabiendo que volveríamos a elaborar un cuento maravilloso y único, que poco, o nada, tendría que ver con el original.

Ya no podría decirle la gran importancia que están teniendo para mí las enseñanzas que se escondían dentro de aquellos juegos. O sí podía decírselo, pero no estoy segura de que su enfermedad le permitiera comprenderlo. El Alzheimer se había adueñado de su mente y, sólo muy de vez en cuando, una mirada diferente, una sonrisa, o un ademán de sus manos intentando acariciarme, me dejaban pensar que me reconocía. Como el mes pasado, en la Residencia de ancianos en la que ahora vivía, cuando le conté que había superado las pruebas para el puesto de Técnico-electricista del Ayuntamiento. Me agarró torpemente las manos y yo pude percibir lo orgullosa que se sentía.

Aún llevaba puesto el buzo antiestático que usaba por seguridad en mi trabajo, y abrí el grifo de la ducha mientras me lo quitaba. Me gustaba tomarme mi tiempo y disfrutar sin prisa del agua reconfortándome tras el cansancio, pero hoy era viernes y prefería no entretenerme más de lo necesario. Tenía poco más de una hora desde que salía de trabajar hasta que acababa el horario de visitas en la Residencia, y los viernes me gustaba pasar ese rato con mi abuela.

Comprobé que en el bolsillo interior de mi bolso seguía escondido el chupa-chups que siempre llevaba para ella. Me encantaba ver aquel brillo en sus ojos cuando me veía entrar con el bolso en la mano y empezaba a revolver dentro de él en busca de su sorpresa, mientras yo le contaba lo que había pasado, o lo que había pensado, desde mi última visita.

—La señora Alicia parece algo nerviosa hoy —me dijo Luis, el celador—. Desde la hora de la comida está impaciente y se ha resistido a levantarse de su hamaca esta tarde. Creo que intuye que es viernes y que no tardarás en llegar.

—Gracias, Luis —le contesté— y avancé por el pasillo apresuradamente.

—Abuela, ¿se te estaba haciendo largo? —le dije después de darle un beso— mira a ver si encuentras lo que traigo aquí. Y ella hurgó dentro de mi bolso hasta dar con la cremallera interior y descubrir con ilusión que también hoy, allí escondido, venía su chupa chups.

Reaccionaba igual que una niña. ¡Una niña de 82 años! En algún lugar de su inconsciente había quedado atrapada la mujer inteligente y fuerte con la que yo había crecido y, de tan prisionera, no podía regresar. Pero yo sabía que, oculta en un rincón de su mente, seguía aquella abuela que me decía con gran seriedad, mientras reparaba un grifo, cosía una cremallera, o arreglaba un enchufe: "Alicia, pasé toda mi juventud creyendo que había tareas de hombres y tareas de mujeres; que una mujer no podía aspirar en la vida a nada que no fuera ser la dócil y complaciente esposa de su marido y la sacrificada madre de sus hijos; que su prestigio era el del hombre con el que se casaba; que no necesitaba independencia económica ni emocional porque ya la tenía él y que sus necesidades materiales y afectivas debían pasar a un segundo plano. Y creí eso hasta que me quedé viuda. Entonces me di cuenta del gran engaño. Una mujer no ha nacido sólo para sobrevivir, está llena de capacidades y tiene aspiraciones y expectativas, debe asumir la plena responsabilidad de su presente y de su futuro, y es perfectamente capaz de hacer cualquier cosa que se proponga. Igual que un hombre. Solo tiene que estar convencida de que puede

—Vamos, abuela, salgamos a dar un paseo por el jardín. Hace una tarde estupenda, pero si tienes frío, volveremos a tu habitación y me quedaré contigo hasta que Luis venga a buscarte para la cena -le dije mientras la llevaba hacia la salida.

Con frecuencia sentía que hablar con mi abuela era lo mismo que pensar en voz alta y, a pesar de que los médicos insistían en que le hacía mucho bien mi conversación, yo sospechaba que verbalizar mis pensamientos era una terapia que me beneficiaba más a mí que a ella.

Caminábamos de la mano.

— ¿Sabes lo que estuve pensando ayer, abuela? Pensé que, aunque las dos nos llamamos Alicia, no fue por nuestro nombre por lo que nunca reinventamos la historia de Alicia en el país de las Maravillas, como creía de pequeña. Recuerdo que decías que ese cuento no debíamos cambiarlo porque era perfecto tal como estaba y que descifrar su significado era un ejercicio que dejabas para que hiciera yo solita. He tenido que llegar a los 26 años para comprenderlo, pero al fin he descubierto lo que querían decir tus palabras.

Alicia la del cuento pasa la tarde entre la indecisión y el aburrimiento cuando se cruza con el Conejo Blanco que corre diciendo: « ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde! ¡Estoy perdiendo mi tiempo!…» y decide seguirle hasta lo que será el País de las Maravillas. Ahora sé, abuela, que el conejo era la llamada de su voz interior. Y también sé que Alicia no cayó por un agujero tras él, sino que entró dentro de sí misma. Y que allí encontró puertas cerradas que tuvo que aprender a abrir. Y conoció, revestidos de los personajes del cuento, a sus propios enemigos (el miedo, la vanidad, el egoísmo…).Y, también encubiertas, vio las armas de las que disponía para combatirlos (el valor, la bondad, la confianza…). Sé que tuvo que enfrentarse a todos y derrotarlos para poder regresar al mundo consciente, ya libre y dueña de su propio destino. Querías decirme que yo también debería superar ese proceso, ¿verdad? Ése era tu mensaje.

Parece que te estoy oyendo: «No sacrifiques tu vida personal, tus sentimientos, ni tus metas al capricho de nadie. No eres menos valiosa por ser mujer. Sabes pensar, luchar y tomar decisiones, y no debes permitir que te priven de tus sueños». Abuela, ¡con qué destreza ibas descubriendo para mí las trampas que se camuflaban en muchos de mis cuentos infantiles y qué hábilmente las invalidabas mediante el juego de reinventarlos!

¿Recuerdas aquel de la princesa que debía dormir toda la noche sobre un guisante? Hacíamos que, por la mañana, matriculase al príncipe en un curso de labores del hogar para que aprendiese a hacer bien la cama. «Porque en una pareja —decías— la relación debe construirse sobre la igualdad, y las tareas domésticas no son exclusivas de la mujer».

Caperucita y su abuelita no se dejaban engañar por el lobo en nuestro cuento, ni eran devoradas, ni las salvaba un fuerte leñador, sino que ellas mismas, cinturón negro de kárate, inmovilizaban al animal antes de entregarle en comisaría. «Las mujeres —añadías— son inteligentes, y deben aprender a defenderse solas. Esto no significa que no pueden pedir ayuda si la necesitan. Es importante tener amigos, pero no deben depender de ellos para que resuelvan sus problemas».

En Blancanieves, ella trabajaba en la mina porque deseaba independencia económica para vivir en su propia casa, y el príncipe y el enanito Gruñón se enamoraban y eran muy felices el resto de su vida. Al terminar me decías: «Alicia, tienes que aprender a asumir tus propias responsabilidades, a construir tu futuro con autonomía, y a no permitirte ningún tipo de discriminación».

Nuestra Ratita Presumida encontraba la moneda en el suelo del taxi que conducía y la invertía en un libro titulado «Brico-chapuzas del hogar», aunque tenía que exigírselo al librero, que se reía de ella porque pensaba que el bricolaje no era cosa de chicas. Cuando te escuchaba, abuela, sabía que estabas hablando de ti misma. La ratita eras tú porque también eras taxista y, como ella, no te dejabas intimidar por los prejuicios de quienes te criticaban.

Me explicabas que no hay trabajos masculinos ni femeninos y que las mujeres debemos hacer que se reconozca nuestra capacidad para ocupar cualquier puesto en igualdad y con idéntico salario que los hombres.

Abuela… ¿Te acuerdas?... Un día te pregunté por qué casi todas las chicas en los cuentos eran bellas princesas que sólo sabían quedarse en casa esperando al príncipe y, sin embargo, si han protagonistas eran chicos, ellos tenían profesiones diversas y corrían mil aventuras. «Era la cultura de la época en que los escribieron —me dijiste— pero nosotras no pertenecemos a ella. Por eso los reinventamos, para construir una sociedad nueva». De esta forma El gato con botas pasaba a ser La gata sin zapatillas, Simbab el marino era Basimba la marina, El sastrecillo valiente se transformaba en La modista valerosa, llamábamos Agustina a la la lámpara maravillosa, y Juanita Temeraria a Juan Sinmiedo. Yo quería titular a éste último Juan Cobardica pero tú no me dejabas. Decías que la finalidad no era ridiculizar a los hombres, ni tampoco convertir a las mujeres en caricaturas de ellos. Me explicabas que no debemos sentirnos inferiores porque no lo somos; que las mujeres somos iguales a los hombres, pero que la igualdad no consiste en masculinizarnos, sino en hacer que nuestros derechos sean iguales a los suyos. Y como yo te escuchaba con cara de no entenderlo bien, me lo aclarabas con un ejemplo divertido: «Alicia, no es que debas cortarte el pelo, usar calzoncillos y renunciar a los tacones. Es que puedes decidir cómo quieres peinarte, elegir cómo te gusta vestirte y escoger si quieres calzar zapatos o zapatillas, porque eres una mujer libre». Tras conseguir mi sonrisa, seguías diciendo con seriedad: «Pero es mucho más que eso. Algún día, los hombres y las mujeres tendrán los mismos derechos y las mismas oportunidades y caminarán juntos para lograr ese objetivo. La mujer no será discriminada y se acabarán las desigualdades. Entonces podremos hablar de justicia. Confío en que tú verás ese día».

Me detuve un instante empapándome de aquel convencimiento que se había quedado impregnando el aire y agradecí en silencio el esfuerzo de tantas mujeres que, como mi abuela, nos enseñaron a perseverar en la lucha por la igualdad.

— Volvamos dentro —le dije guiándola con cariño hacia la casa— tendremos que dejar para otro día a la Bella Durmiente, Alí Babá, la Cenicienta… ¡Qué corta se hace una hora, abuela! Volveré mañana.

Ella me miró y sonrió.

C. E.

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