Después de la Misa del
Gallo, los amigos nos reunimos en el bar para pasar un rato de cháchara. Y
volvíamos juntos a casa. Estuvimos hablando en mitad de la
calle hasta que advertí que éramos un fácil blanco circunstancial de quienes
pasaran por allí, incluso a distancia. Nos refugiamos en una zona más recogida
a resguardo de miradas indiscretas. Yo llevaba una gabardina amplia cruzada,
suficiente para albergar a los dos. Desabroché los botones de la prenda, con
los cuales ella estaba jugando, y le ofrecí el resguardo de la misma junto a
mí. En un principio, pareció luchar entre aceptar la propuesta y su pudor. Con
suavidad, la fui atrayendo hacia mí amorosamente hasta estrecharla contra mi
pecho y abrigarla con la prenda. Así, al calor de nuestra proximidad, le hablé
del inmenso amor que sentía por ella, que era para mí la Estrella Polar que,
cual náufrago, añoraba. Me expresó su temor alegando si
buscaba reírme de ella. ¿Cómo voy a hacerte daño, cariño mío, si te quiero más
que a mi vida? La acaricié y besé su cabello, sintiendo su respiración agitada.
La misma que yo le transmitía. Creí que había vencido sus reparos.
De pronto,
un chupón de hielo junto con un alud de nieve, me golpeó la cabeza y me
devolvió a la realidad. Aquel golpe, debió afectar a mi cerebelo que aún no
se ha recuperado y sigue soñando.
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