Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

domingo, 8 de enero de 2017

ÉL, NUNCA LO HARÍA.

Me siento como un perro apaleado al que, sangrando por la nariz, con las patas arrastras y deslomado por los garrotazos atizados por su dueño en la espalda, todavía le mira con ojos incrédulos preguntándose el porqué de ese maltrato al que no cree ser merecedor. Él, que en todo momento ha estado dispuesto a dar su vida por defenderlo, está recibiendo una paliza que si bien lo está matando en cuerpo ya lo ha hecho en espíritu.

No es fácil entender qué es lo que pasa por la mente de un maltratador sádico. Nunca será atenuante el argumento de que, con anterioridad, él sufrió ese maltrato.

Miro a los bellos ojos de mi perrita y me lamento de que no pueda entenderme cuando le digo lo mucho que la amo. Pero me lo demuestra llorando si no puede acompañarme y siguiéndome a todas partes. Su silencio obligado, lo palía con sus acciones. Aunque, todo hay que decirlo, estos días de hielo mañanero le cuesta un poco más.