INGREDIENTES:
Un diente de ajo, pan de
hogaza, unto de grasa de cerdo o aceite virgen de oliva, agua, sal
—Un diente de ajo pequeño
—Unas rebanadas de pan de
hogaza, de payés o parecido
—Unto de freír tocino del
cerdo o aceite virgen de oliva (media cucharada). En aquellos años, el aceite
de oliva era un bien escaso y solo lo usaban para lo imprescindible. La grasa
del cerdo lo suplía.
—Agua y sal
Hay una alternativa cual
es añadirle un poco de hígado de cerdo "escaldado" y majado en el
mortero. La preferida por mí.
— 100 gramos de hígado de
cerdo
ELABORACIÓN:
Cortamos
en el perol unas rebanadas de pan de la hogaza, como medio perol. (En aquellos
años, en mi pueblo usábamos el pan de pintera, masado por cada casa y cocido en
el horno comunal).
El
ajo, depende del gusto del consumidor. Si lo queremos comer, lo picamos con el
cuchillo a cuadritos finos; si solo queremos el gusto, trozos mayores para
poderlos eliminar sin masticar ni tragar. El unto o el aceite, lo echamos por
encima del pan.
Ponemos
el agua necesaria en un cazo, con la sal correspondiente y cuando hierve,
volcamos en el perol la precisa. Dejamos reposar un poco y a soplar y comer.
Si
queremos añadir hígado de cerdo, cuando hierve el agua añadimos el hígado. No
más de cinco minutos hirviendo. Lo sacamos al mortero y picamos -más bien
troceamos- (sin hacerlo paté). Con una cuchara lo depositamos en el perol y
rellenamos con el agua hirviendo. Dejamos reposar un poco y a soplar y comer.
Y un buen trago de
tintorro del porrón o la bota para refrescar la boca y el gaznate.
Las
sopas de ajo —o hígado en la época de la matanza—, eran el alimento que daba
calor y energía aunque esta sería más bien escasa. En todas las casas de todos
los pueblos. Eran sopas humildes, sin pretensiones, pero que el estómago
agradecía. Aunque en la diáspora emigré como la mayoría, cuando mi cuerpo no
anda bien, me refugio en el perolico de sopas.
Cuando
nació mi hija mayor, nos dio una semana horrible pues no paraba de llorar por
las noches. Vino mi madre y le dio un platico de sopas, sin ajo por supuesto, y
a partir de ahí, mano de santo. Tenía hambre pues la teta de su madre, no la
alimentaba y las sopicas la calmaron.
Todavía
tengo un tío que todas las mañanas, desde el siglo pasado, desayuna su perolico
de sopas de ajo. Tal y como las describo.
RELACIÓN CON LECTURAS:
En
el «Viaje a la Alcarria», se mencionan las sopas de ajo sin más. Aparte la
miel, que en mi casa también la había, poca variación gastronómica refleja el
autor. Incluso en un lugar solo pueden ofrecerle un pan, así andaban de
boyantes. Pero hay que matizar: en aquellos tiempos, y en estos, en los
pequeños pueblos de las serranías con muchos grados bajo cero en el invierno,
aunque no fue el caso de Cela que viajó en junio, las sopas de ajo eran el
método más rápido para calentar el estómago y engañar al hambre. No existe comparación
ni parecido entre las sofisticadas sopas de ajo que nos puedan ofrecer en un Parador
y las que a diario desayunaban o cenaban los labradores pobres de nuestra
tierra, y yo lo fui. Repito, en aquellos años, se comía lo que se podía y las
sopas de ajo no eran una excepción sino un remedio. Posiblemente, haya tantas
recetas de sopas de ajo como degustadores/preparadores de las mismas; en todo
caso, solo serán variaciones de las primigenias. Una semejanza a las migas.
Como
anécdota, recuerdo un año que labramos una finca que llevaba años sin cultivar.
Cuando volvimos a labrarla por segunda vez pasado un tiempo, al volver la
tierra salían los cardillos envueltos, blancos como hojas de endibia. Hoy hemos
perdido el placer de comer muchas cosas que antes comían por necesidad pero que
en el fondo eran un manjar solo para privilegiados.
No
olvidar a los hidalgos que a veces salían de casa con la gola y la barba llenas
de migas de pan para ocultar que no habían comido o casi. Pobrecicos.