Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

martes, 26 de diciembre de 2017

TRAS LA MISA DEL GALLO


Después de la Misa del Gallo, los amigos nos reunimos en el bar para pasar un rato de cháchara. Y volvíamos juntos a casa. Estuvimos hablando en mitad de la calle hasta que advertí que éramos un fácil blanco circunstancial de quienes pasaran por allí, incluso a distancia. Nos refugiamos en una zona más recogida a resguardo de miradas indiscretas. Yo llevaba una gabardina amplia cruzada, suficiente para albergar a los dos. Desabroché los botones de la prenda, con los cuales ella estaba jugando, y le ofrecí el resguardo de la misma junto a mí. En un principio, pareció luchar entre aceptar la propuesta y su pudor. Con suavidad, la fui atrayendo hacia mí amorosamente hasta estrecharla contra mi pecho y abrigarla con la prenda. Así, al calor de nuestra proximidad, le hablé del inmenso amor que sentía por ella, que era para mí la Estrella Polar que, cual náufrago, añoraba. Me expresó su temor alegando si buscaba reírme de ella. ¿Cómo voy a hacerte daño, cariño mío, si te quiero más que a mi vida? La acaricié y besé su cabello, sintiendo su respiración agitada. La misma que yo le transmitía. Creí que había vencido sus reparos.
De pronto, un chupón de hielo junto con un alud de nieve, me golpeó la cabeza y me devolvió a la realidad. Aquel golpe, debió afectar a mi cerebelo que aún no se ha recuperado y sigue soñando.