A LOS REYES, (majos o no)
No es nada personal (o sí)
pero… cuando se me cayó la venda dejé de ser monárquico. En los dos sentidos
del sentimiento: espiritual y material.
Me tocó vivir una parte
importante de mi vida, la mejor, sumido en la ignorancia. Al lugar donde nací, perdido
entre montañas, con un acceso limitado, solo llegaban los ecos y las noticias
difundidas por quienes de forma violenta se habían hecho con el poder, y como
más tarde aprendimos, con todo lo que había disponible y, de forma ratera,
requisable.
Siendo muy niño, comenzaron
a oírse por el pueblo aparatos de radio que nos hacían llegar la voz de su amo
de forma puntual. Todas las emisoras habían de conectarse a esa hora con la
radio “nazional”; era como un ritual y una obligación que se escuchaba con un
silencio casi religioso. La voz del locutor, transcurrido tanto tiempo desde
entonces, la distinguiría sin ningún titubeo. Conocíamos a la perfección el
nombre del alcalde de Madrid, repetido hasta la saciedad todos los días.
Aquello de «su excelencia el jefe del estado y su señora doña…....» lo
escuchábamos sin plantearnos ningún interrogante porque nadie se había
preocupado de enseñarnos. Es más, había un tupido y ominoso velo sobre las
circunstancias que llevaron a esa “desconocida” situación. En la escuela, jamás
nos hicieron el más mínimo comentario sobre la realidad como no fuera para
ensalzar la figura máxima del régimen, tal y como ocurre, —y ha ocurrido—, en
las más rigurosas dictaduras. Como anécdota, la radio que compró mi abuelo y la
que con posterioridad compró mi padre, todavía funcionan.
Era tan férreo el silencio, que
incluso emigrado a la gran ciudad, la empanada mental continuaba intacta.
Seguíamos siendo un reino muy particular, con un rey sin corona pero de ordeno
y mando. Impuesto por un levantamiento militar. A esas alturas, el velo mágico
hacía tiempo se había desprendido pero en una entente tácita, todos
pretendíamos darnos por no enterados. Había que fingir ante los pequeños de la
casa, para mantener su ilusión.
El otro velo, todavía lo
ignoramos durante bastante más tiempo. Vinieron unos encantadores de
serpientes, vendedores de humo, malahes donde los haya, que con trucos de
prestidigitación trilera, encandilaron al personal e impusieron la máxima de a
rey muerto rey puesto. Y en un principio, les creímos. Pero no tardaron mucho
en enseñar la patita enfarinada por debajo de la puerta, para con engaños,
conseguir que los cabritillos, y algún cabrón entremezclado, abrieran la puerta
del latrocinio a mansalva.
Y entonces, como en una
danza macabra de los siete velos, fueron desprendiéndose las cataratas de los
ojos mutando y cuestionando lo que de verdad ocurría ante nuestras narices.
Esos trileros, trasformados sin máscara en delincuentes; aquél salvador que
previamente urdió el “que viene el lobo” para dejar embobados a la mayoría,
—marinero de secano que no subió nunca al barco—, han conseguido que quienes de
jóvenes fuimos narcotizados y obedientes súbditos, hayamos mutado, nosotros
también, en yayoflautas, antisistema, republicanos o separatistas.
Me revienta que una
ciudadana, por mor de disfrutar de un lecho regio, como corista y tantas otras,
pueda gastarse quinientos euros en unas bailarinas para sus hijas u otros muchos
miles para comprarse rifles con los que abatir animales en la selva. Tiene buen
maestro; pero me rebelo lo haga con mis impuestos y mi trabajo.
Por eso, detestados reyes
majos, debo deciros que hoy más que nunca, he dejado de creer en vosotros. Solo
defendéis vuestro negocio, vuestro estatus y os importan una mierda los millones
de seres humanos que padecen hambre, persecución y muerte a manos de unos
villanos que tiranizan a sus pueblos. Y otros, “demócratas”, que de manera
indigna explotan a los suyos e impiden que “esos muertos de hambre” atraviesen
las fronteras.
Un ciudadano, harto de recibir carbón y pagar
impuestos.
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