Como
cada año, la lotería de Navidad había despertado ilusiones, nervios y sobre
todo, peticiones a toda la Corte Celestial. No quedó Virgen, santo o asimilado
que no recibiera ruegos, oraciones y promesas de los peticionarios. Haré esto,
lo otro o montones de novenas y misas en acción de gracias. Tantas, que antes
de comenzar el mes de diciembre ya habían cubierto el cupo para los cinco años
siguientes. Decidieron clausurar el buzón en espera de que escampara.
Los
niños encargados de cantar los números, no eran ajenos a toda la parafernalia
que el sorteo acarreaba. Eso sin contar los temblores y el miedo escénico que
con anterioridad, en los ensayos, ya recayó sobre ellos.
Eran
las doce de la mañana y el gordo se mostraba remiso a salir. Cedía el paso a
las bolas que le rodeaban.
—Pase
usted, por favor, no hay prisa —, decía galante a las bolas contiguas.
Hasta
que las restantes se confabularon y rodeándolo, le obligaron a salir. La chica
que cantaba los números, aburrida ya de tanto soniquete, entonó el mantra
correspondiente:
— Veintidós mil quinientos ochentaaaa……
La compañera que daba la réplica de los
premios, se quedó mirando la bola sin acertar a articular palabra y al fin
explotó:
—Lo
teeengo, lo tengoooooo
Comenzó
a dar saltos y cuando intentaron quitarle la bola de las manos, el premio voló al patio de butacas donde la gente se arremolinó intentando darle caza. A raíz
del tremendo guirigay, alguien sacó una pistola de fogueo y pegó dos tiros al
aire.
— ¡To er mundo al suelo!
Aquello
serenó los ánimos y fila por fila fueron registrando el piso. Fue inútil, no
apareció. Tras una visión pausada de la filmación y la confirmación, aterrada,
de la chica, decidieron –por incomparecencia- que ese número era el gordo.
A
partir de ese día, los ratones lo emplearon de balón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario