Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

lunes, 1 de enero de 2018

EL GORDO

Como cada año, la lotería de Navidad había despertado ilusiones, nervios y sobre todo, peticiones a toda la Corte Celestial. No quedó Virgen, santo o asimilado que no recibiera ruegos, oraciones y promesas de los peticionarios. Haré esto, lo otro o montones de novenas y misas en acción de gracias. Tantas, que antes de comenzar el mes de diciembre ya habían cubierto el cupo para los cinco años siguientes. Decidieron clausurar el buzón en espera de que escampara.

Los niños encargados de cantar los números, no eran ajenos a toda la parafernalia que el sorteo acarreaba. Eso sin contar los temblores y el miedo escénico que con anterioridad, en los ensayos, ya recayó sobre ellos.

Eran las doce de la mañana y el gordo se mostraba remiso a salir. Cedía el paso a las bolas que le rodeaban.

—Pase usted, por favor, no hay prisa —, decía galante a las bolas contiguas.

Hasta que las restantes se confabularon y rodeándolo, le obligaron a salir. La chica que cantaba los números, aburrida ya de tanto soniquete, entonó el mantra correspondiente:

 — Veintidós mil quinientos ochentaaaa……

 La compañera que daba la réplica de los premios, se quedó mirando la bola sin acertar a articular palabra y al fin explotó:

—Lo teeengo, lo tengoooooo  

Comenzó a dar saltos y cuando intentaron quitarle la bola de las manos, el premio voló al patio de butacas donde la gente se arremolinó intentando darle caza. A raíz del tremendo guirigay, alguien sacó una pistola de fogueo y pegó dos tiros al aire.

          — ¡To er mundo al suelo!  

Aquello serenó los ánimos y fila por fila fueron registrando el piso. Fue inútil, no apareció. Tras una visión pausada de la filmación y la confirmación, aterrada, de la chica, decidieron –por incomparecencia- que ese número era el gordo.

A partir de ese día, los ratones lo emplearon de balón.

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