Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

martes, 2 de enero de 2018

PAPÁ NOEL


Casi de madrugada, cuando todavía estaban poniendo las aceras, encaminé mis pasos hacia el hospital; iban a realizarme una hernioplastia inguinal en la CMA del Royo Villanova. A mi lado, en preparatorio, un abuelete de luengas barbas blancas esperaba con los goteros ya funcionando. Al momento lo llevaron y a mí detrás. Al pasar por un ventanal, vi asombrado como un trineo levitaba a la altura del mismo. Lo achaqué a algún delirio fruto del mejunje goteril aplicado a mi vena. Tumbado en la mesa de operaciones, me informan que me van a dormir, no anestesia epidural como previamente me habían explicado. Mascarilla en la cara y antes de que puedan reaccionar me escapo y por la ventana me lanzo en plancha sobre el trineo.
¡Arreeeee! Este sale disparado y casi salgo de rebote volando por los aires, pero sin paracaídas. Pasada la sorpresa, para abrigarme me echo por encima una casaca roja que había en el asiento. Voy cubierto con un simple sayo y el trasero al aire. Al poco aprecio que lleva calefacción. ¡Jo, así cualquiera! El tiro de renos que impulsa al trineo va a su aire, pasando junto a un jet de Ryanair que volvía de Mallorca según denuncian los boquiabiertos pasajeros, a los cuales saludo, por las ensaimadas que portaban.

Salvamos  la cima del Moncayo rozando la nieve y tras un brusco giro a la izquierda, al momento levantamos a las pacíficas grullas de la laguna de Gallocanta que protestan con gran alboroto y más razón que un santo. En su loca carrera, como si mi pensamiento dirigiera aquella cuadriga, enfilamos hacia el Delta del Ebro tras saludar al castillo de Peracense y al Torico, en Teruel. ¡Vaya, un Castor en alta mar! Qué bonito color están alcanzando los naranjales, ya bañados por el sol. Desde el faro que señala hasta donde llegaba la isla de Buda hace sesenta años, observo y lamento la enorme mordida del Mediterráneo al Delta.

Iniciamos el retorno hacia la Tierra Noble aragonesa viendo las obras del camuflado trasvase aguas arriba del Ebro, en el azud de Xerta. Asustamos a las cabras montesas en los Puertos de Beceite y a caballo del Ave, desde Fraga, hacemos un buen tramo para que los renos descansen. Algunos conductores de vehículos que circulan por la autopista, se quedan embobados con grave riesgo de accidente al pasar el tren sobre algún puente. Casi podríamos intentar pescar algún siluro en el Mar de Aragón, Caspe, pero carezco de caña y licencia. En Alfajarín nos “apeamos” antes de que la guardia civil, movilizada por los automovilistas, nos intente detener.

Ya divisamos los puentes en Zaragoza; el de Giménez Abad, en primer lugar y cruzamos como flechas bajo los arcos del Puente de Piedra y del Tercer Milenio, sin tiempo de pensar en el dispendio del Pabellón Puente. Casi nos estozolamos en el dichoso azud para los barquitos, ¿capricho? del alcalde. Sobrevolamos el campo de tiro de san Gregorio, donde los militares juegan a la guerra, y algún que otro obús pasa amenazador a nuestro lado. El embalse de La Sotonera, abunda en deseos de agua.

Hago oído pero no escucho la Campana de Huesca, tan necesitados como estamos hoy en día de sus redobles en toda la Nación, pero sí las de la catedral de Jaca; en un plis plas estamos sobre las pistas de esquí, en Formigal; pero la nieve, la disfrutamos más a través de una ventana y al abrigo de una buena chasca quienes de niños teníamos que ir a la escuela con una tasca hasta las rodillas. Llegamos hasta el pico del Aneto y al ver el cartel anunciador de la “Duana”, con un derrape en picado volvemos para casa.

Cuando el trineo enfilaba el cauce del río Gállego, hacemos dos saltos mortales y unos tirabuzones acabando estampados contra los Mallos de Riglos. Siento frío en la espalda y abro los ojos con tiempo de ver a un fulano con bata verde y mascarilla que, motosierra en mano, parece dispuesto a abrirme en canal. Cuando estaba a punto de proferir un enorme alarido, una voz amable me llamó: «Juan, despierte, ya hemos terminado».

Con el corazón desbocado, como los renos, suelto un suspiro de alivio y al pasar por el ventanal, con el rabillo del ojo aprecio que el trineo ha desaparecido. En reanimación pregunto por el abuelete: «Le han operado de cataratas; se ha ido echando pestes porque alguien le había rayado el coche». Me arrebujé entre las sábanas haciéndome el dormido.

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