Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

miércoles, 15 de agosto de 2018

(Casi) TODO SOBRE MI MADRE (y su gemela)

         Vino al mundo por partida doble y le tocó salir la primera a esta perra vida. Como su madre, mi abuela, carecía de reservas para alimentar a las dos gemelas, ella tuvo que emigrar en busca de un pecho que pudiera sacarla adelante. Ese no sería sino el comienzo de una vida plagada de sinsabores, unos divulgables y otros no tanto, que empezaron antes de que su nodriza se ofreciera para amamantarla. En su nuevo hogar fue muy bien recibida y mejor tratada hasta que todos tuvieron la desgracia de perder a la madre natural y la de amparo. La tónica sería, mientras su familia de acogida vivió, que entre sí se llamaran padre, hija y hermanos. Para mí ellos fueron el abuelo y los tíos, por lo que tuve la inmensa suerte de tener tres abuelos, una casa a la que acudir y un lugar al que los Reyes Magos acudían todos los años, quizá porque mi pueblo les pillaba un poco lejos y fuera de camino, a trasmano. (Me cuenta mi madre que, el abuelo Marcelino, su padre adoptivo, tenía una novia muy guapa y que, cosa lógica, los moscardones la asediaban. Un día, discutió con ella y se encontró con la abuela Amparo, le pidió si quería ser su novia y acabó siendo su mujer, la madre de sus hijos y adoptiva de mi madre).
           De hecho, para mi madre, este alejamiento alimentario supuso en su casa un desapego hacia ella pues continuamente se ha quejado del diferente trato que recibieron las gemelas. Tuvo suerte hasta que se acabó. La una, señorita de la casa en tanto la otra criada de todos. Así cuenta que con  -¿ocho o diez años?- estuvo de niñera en la casa del jefe de estación de un pueblo de la provincia de Zaragoza, Botorrita. Y digo yo, que decía Braulio, ¿Cómo es posible entregar una niña a otra chiquilla para su cuidado si quien necesitaba de niñera era ella? Es acojonante, lo que entonces daba de sí la sociedad. (Quizá no menos que ahora).

Para un hermano de su madre tuvo que realizar el oficio de pastora, corderera. Cuenta que, a la mañana, iba a casa de su tío y su mujer le había preparado un perol de sopas que le abrasaba la lengua. (Haré un inciso para explicar en qué consistía el mentado desayuno: en un perol de barro de los que todavía conservamos en el pueblo, cortaban unas rebanadas de pan duro, le ponían un chorro de grasa de freír tajadas de tocino y lo escaldaban todo con agua hirviendo. Así que había que estar soplando todo el rato para evitar salir con la lengua quemada y aun así. Una variante era añadir unos trozos de ajo crudo, a quien le gustaba. Esas eran las sopas de ajo que salvaron del hambre a mucha gente en las carencias de la posguerra).

Vivió la guerra de lejos. En el pueblo no hubo frente, pero los bombarderos volvían de vacío de Teruel sobrevolando el pueblo. La gente, acojonada, corría a refugiarse bajo los puentes del ferrocarril minero hasta que pasaba la alarma. Los combatientes italianos estuvieron en el pueblo descansando del frente. A los críos los “sobornaban” con galletas para que les dijeran el nombre de las mozas de aquellos años. El hambre vendría después.

Recuerda que las y los jóvenes pastoras/es, ella era una niña que lo veía y almacenaba todo, se juntaban en el monte y al son de una dulzaina que tocaba un joven al que llamaban Peliblanco, bailaban en una fiesta bucólica y pastoril –nunca mejor dicho-. Pero el recuerdo más terrorífico que acumula de esas jornadas fue cuando un día la habían mandado de pastora, -no sería ni el primero ni el último- y el rebaño de ovejas lo tenía en una paridera en Zorrolabarga. A mediodía se dispuso a comer la merienda que le habían puesto, cuando acertó a pasar por allí un abejorro atontao. ¡Que se figuraría ella que era aquel bicho! Ni corta ni perezosa y llorando a moco tendido, recogió el hatajo de ovejas y lo encerró de nuevo en la paridera. Se volvió al pueblo distante unos cuatro kilómetros y a mitad de camino, en un paraje llamado Las Madillas, había otra paridera y en lo alto del tejado un búho entonando su clásico canto: ¡Uuuhhhhhh! ¡Uuuuhhhhhh! Si antes corría, aquello le dio alas. Llorando con más ganas, se refugió en unos chaparros que hay todavía a doscientos metros del pueblo y allí aguantó el resto del día hasta que se hizo la hora de volver a casa.

Tuvo suerte de que nadie la viera y contara a sus padres el episodio. En otra “excursión” campera, mi abuelo, a las hijas y allegadas, las había enviado a recoger la cerda, hojas de la planta del azafrán, ya seca y que empleaban para alimento del ganado en los días de invierno. Ya mocetas, se dedicaron a practicar la kale borroka con todo el que encontraron por el campo. A uno, le despiezaron y escondieron las partes del arado. A otro, por si acaso de lejos, lo insultaron hasta cansarse: “Víctor, culón, socarra, cabrón”. A un pastor, Cojete, le pidieron agua y tras beber la que quisieron, el resto se la tiraron al suelo. Para amatarlas. Quien haya estado en el mes de mayo/junio en el campo sin agua, sabrá de qué va. Eran las dos de la tarde y no habían realizado el trabajo.

–“¿Pero lo hicieron?”, le pregunto.

–“Uy, si no, el abuelo nos mata”.

Si se pudiera resumir en una frase su “filosofía de la vida” ésta sería algo así como: “Menudos cojones tengo yo, pa’que me llames cordera”. Y de ello dio muestra un día en un pleno del ayuntamiento del pueblo. Mi padre había realizado unas peonadas por cuenta del consistorio y a la hora de pagar, el alcalde le negó la totalidad de los días trabajados. Después de llamarle ladrón (y posiblemente lo otro) y todo cuanto le vino a pelo, agarró una silla y enarbolándola se dirigió hacia él con la sana intención de rompérsela en la cabeza, cosa que habría logrado de no haberla detenido los asistentes.

Sin duda no se resume en unos folios toda una vida con sus luces y sus sombras. Hoy, una de ellas viuda, mi madre, todavía vive sola en su casa a pesar de que no está para tirar cohetes; la otra, también viuda y mucho más deteriorada, la llevó la hija que todavía vive a una residencia de ancianos. Esta mañana hemos ido a visitarla. A su hermana todavía la reconoce, a mí ya no. Cuando le pregunta a mi madre: “Quién es ese”, ella le contesta “un novio que me he echado” Mi infancia transcurrió a caballo de las dos hermanas de mis padres, solteras. Recuerdo cuando se levantaba por la noche para masar y luego ir a cocer el pan en el horno comunal. Y cuando una noche, en la puerta de su casa, le dio calabazas a un mozo que lloraba desconsolado su desamor. El torrente de la vida nos ha traído hasta aquí; entre tanto ella perdió al marido, ya mayor pero no tanto y a una hija con 45 años.

He visto partir muchas personas de mi tiempo y más jóvenes, víctimas de esa pandemia incurable a pesar de cuanto dicen. Mujeres y hombres. Amigos, compañeros, conocidas, familia. Siempre me ha llamado la atención el hecho de que, estas personas más mayores a pesar de haber sufrido una guerra y sus consecuencias, se agarran a la vida de una forma que sus hijos no estamos sabiendo imitar. He conocido a varias personas centenarias, alguna todavía vive. Su hermano de ellas, acaba de cumplir 90 años y mi señora suegra, va camino de 99 años y vive sola.



PD.– En tanto he pergeñado este relato, ha fallecido su hermano, mi tío. Una mala caída, le arrebató la vida en tres días.


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