Vino
al mundo por partida doble y le tocó salir la primera a esta perra vida. Como
su madre, mi abuela, carecía de reservas para alimentar a las dos gemelas, ella
tuvo que emigrar en busca de un pecho que pudiera sacarla adelante. Ese no
sería sino el comienzo de una vida plagada de sinsabores, unos divulgables y
otros no tanto, que empezaron antes de que su nodriza se ofreciera para
amamantarla. En su nuevo hogar fue muy bien recibida y mejor tratada hasta que
todos tuvieron la desgracia de perder a la madre natural y la de amparo. La
tónica sería, mientras su familia de acogida vivió, que entre sí se llamaran padre,
hija y hermanos. Para mí ellos fueron el abuelo y los tíos, por lo que tuve la
inmensa suerte de tener tres abuelos, una casa a la que acudir y un lugar al
que los Reyes Magos acudían todos los años, quizá porque mi pueblo les pillaba
un poco lejos y fuera de camino, a trasmano. (Me cuenta mi madre que, el abuelo
Marcelino, su padre adoptivo, tenía una novia muy guapa y que, cosa lógica, los
moscardones la asediaban. Un día, discutió con ella y se encontró con la abuela
Amparo, le pidió si quería ser su novia y acabó siendo su mujer, la madre de
sus hijos y adoptiva de mi madre).
De
hecho, para mi madre, este alejamiento alimentario supuso en su casa un
desapego hacia ella pues continuamente se ha quejado del diferente trato que
recibieron las gemelas. Tuvo suerte hasta que se acabó. La una, señorita de la
casa en tanto la otra criada de todos. Así cuenta que con -¿ocho
o diez años?- estuvo de niñera en la casa del jefe de estación de un pueblo de
la provincia de Zaragoza, Botorrita. Y digo yo, que decía Braulio, ¿Cómo es posible
entregar una niña a otra chiquilla para su cuidado si quien necesitaba de
niñera era ella? Es acojonante, lo que entonces daba de sí la sociedad. (Quizá
no menos que ahora).
Para
un hermano de su madre tuvo que realizar el oficio de pastora,
corderera.
Cuenta que, a la mañana, iba a casa de su tío y su mujer le había preparado un
perol de sopas que le abrasaba la lengua. (Haré un inciso para explicar en qué
consistía el mentado desayuno: en un perol de barro de los que todavía
conservamos en el pueblo, cortaban unas rebanadas de pan duro, le ponían un
chorro de grasa de freír tajadas de tocino y lo escaldaban todo con agua
hirviendo. Así que había que estar soplando todo el rato para evitar salir con
la lengua quemada y aun así. Una variante era añadir unos trozos de ajo crudo,
a quien le gustaba. Esas eran las sopas de ajo que salvaron del hambre a mucha
gente en las carencias de la posguerra).
Vivió
la guerra de lejos. En el pueblo no hubo frente, pero los bombarderos volvían
de vacío de Teruel sobrevolando el pueblo. La gente, acojonada, corría a
refugiarse bajo los puentes del ferrocarril minero hasta que pasaba la alarma.
Los combatientes italianos estuvieron en el pueblo descansando del frente. A
los críos los “sobornaban” con galletas para que les dijeran el nombre de las
mozas de aquellos años. El hambre vendría después.
Recuerda
que las y los jóvenes pastoras/es, ella era una niña que lo veía y almacenaba
todo, se juntaban en el monte y al son de una dulzaina que tocaba un joven al
que llamaban Peliblanco, bailaban en una fiesta bucólica y pastoril –nunca
mejor dicho-. Pero el recuerdo más terrorífico que acumula de esas jornadas fue
cuando un día la habían mandado de pastora, -no sería ni el primero ni el
último- y el rebaño de ovejas lo tenía en una paridera en Zorrolabarga. A
mediodía se dispuso a comer la merienda que le habían puesto, cuando acertó a
pasar por allí un abejorro atontao. ¡Que se figuraría ella que era aquel bicho!
Ni corta ni perezosa y llorando a moco tendido, recogió el hatajo de ovejas y
lo encerró de nuevo en la paridera. Se volvió al pueblo distante unos cuatro
kilómetros y a mitad de camino, en un paraje llamado Las Madillas, había otra
paridera y en lo alto del tejado un búho entonando su clásico canto: ¡Uuuhhhhhh!
¡Uuuuhhhhhh! Si antes corría, aquello le dio alas. Llorando con más ganas, se
refugió en unos chaparros que hay todavía a doscientos metros del pueblo y allí
aguantó el resto del día hasta que se hizo la hora de volver a casa.
Tuvo
suerte de que nadie la viera y contara a sus padres el episodio. En otra
“excursión” campera, mi abuelo, a las hijas y allegadas, las había enviado a
recoger la cerda, hojas de la planta del azafrán, ya seca y que empleaban para
alimento del ganado en los días de invierno. Ya mocetas, se dedicaron a
practicar la kale borroka con todo el que encontraron por el campo. A uno, le
despiezaron y escondieron las partes del arado. A otro, por si acaso de lejos,
lo insultaron hasta cansarse: “Víctor, culón, socarra, cabrón”. A un pastor,
Cojete, le pidieron agua y tras beber la que quisieron, el resto se la tiraron
al suelo. Para amatarlas. Quien haya estado en el mes de mayo/junio en el campo
sin agua, sabrá de qué va. Eran las dos de la tarde y no habían realizado el
trabajo.
–“¿Pero
lo hicieron?”, le pregunto.
–“Uy,
si no, el abuelo nos mata”.
Si
se pudiera resumir en una frase su “filosofía de la vida” ésta sería algo así como:
“Menudos cojones tengo yo, pa’que me llames cordera”. Y de ello dio muestra un
día en un pleno del ayuntamiento del pueblo. Mi padre había realizado unas
peonadas por cuenta del consistorio y a la hora de pagar, el alcalde le negó la
totalidad de los días trabajados. Después de llamarle ladrón (y posiblemente lo
otro) y todo cuanto le vino a pelo, agarró una silla y enarbolándola se dirigió
hacia él con la sana intención de rompérsela en la cabeza, cosa que habría
logrado de no haberla detenido los asistentes.
Sin
duda no se resume en unos folios toda una vida con sus luces y sus sombras.
Hoy, una de ellas viuda, mi madre, todavía vive sola en su casa a pesar de que
no está para tirar cohetes; la otra, también viuda y mucho más deteriorada, la
llevó la hija que todavía vive a una residencia de ancianos. Esta mañana hemos
ido a visitarla. A su hermana todavía la reconoce, a mí ya no. Cuando le pregunta
a mi madre: “Quién es ese”, ella le contesta “un novio que me he echado” Mi
infancia transcurrió a caballo de las dos hermanas de mis padres, solteras.
Recuerdo cuando se levantaba por la noche para masar y luego ir a cocer el pan
en el horno comunal. Y cuando una noche, en la puerta de su casa, le dio
calabazas a un mozo que lloraba desconsolado su desamor. El torrente de la vida
nos ha traído hasta aquí; entre tanto ella perdió al marido, ya mayor pero no
tanto y a una hija con 45 años.
He
visto partir muchas personas de mi tiempo y más jóvenes, víctimas de esa
pandemia incurable a pesar de cuanto dicen. Mujeres y hombres. Amigos,
compañeros, conocidas, familia. Siempre me ha llamado la atención el hecho de
que, estas personas más mayores a pesar de haber sufrido una guerra y sus
consecuencias, se agarran a la vida de una forma que sus hijos no estamos
sabiendo imitar. He conocido a varias personas centenarias, alguna todavía
vive. Su hermano de ellas, acaba de cumplir 90 años y mi señora suegra, va
camino de 99 años y vive sola.
PD.–
En tanto he pergeñado este relato, ha fallecido su hermano, mi tío. Una mala
caída, le arrebató la vida en tres días.
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